jueves, 28 de diciembre de 2017

AQUELLA FELIZ NAVIDAD DE LA INFANCIA | Laurel y rosas (101)

Imagen del Nacimiento de la Asociación de Belenistas "María Auxiliadora" en la calle de La Vega. Foto: Diario de Cádiz

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Una Navidad más, una nueva oportunidad para reencontrarnos con el niño que fuimos. La infancia recobrada e inocente. Aquel niño que correteaba cuesta abajo –lo veo ahora mismo– por el Cabezo y cruzaba la Plaza Mayor hasta Obispo Rancés, la calle del Matadero que aún decía –y dice– mi padre. Ahí vivían mis abuelos, Juan Rodríguez y Rafaela Sigüenza. Y allí tenían, nada más cruzar el soportal, el corral con las gallinas y aquella mula blanca que mi abuelo persistía en montar para ir y volver de la viña. Era ya el único. No recuerdo a ningún otro, sino solamente aquellas Mobylettes que con su cerón en el portante eran parte ineludible del paisaje rural y vitivinícola que aún era aquella Chiclana. En aquel corral, imaginaba por entonces que iba a nacer el Niño-Dios y me preocupaba porque faltaba el buey. Y esperaba esas mañanas, recuerdo, a Juan el Lechero, cuando subía con sus jarras con la leche fresca, para pedirle una vaca porque iba a nacer el Niño-Dios.

En mi casa no se ponía Belén, bastaba con un adusto árbol de Navidad y un Jesús Infante que mi madre colocaba en su cuna después de la Misa del Gallo. El Belén lo imaginaba en el corralón de mi abuela Rafaela, donde había un pesebre y sobraba la paja, y también esa fuente, con su abrevadero, que los hermanitos de La Salle decían que no podía faltar en ningún Nacimiento. Y por supuesto el pozo. Las estrellas no hacía falta buscarlas, porque aquel corral, que rememoro inmensamente grande, tenía solo algunas partes techadas para las bestias y el resto era cielo, era luna y era estrellas.

Esas Navidades todavía las recuerdo como un niño que vivía en la eternidad. En la infancia no existe las horas, ni los relojes. Es un tiempo infinito, en el que se suceden los días sin comprender muy bien por qué. Lo que sabía –lo poco que sabía entonces– es que con las vacaciones de Navidad vendría la fiesta, la alegre reunión de primos y tías, que concelebrábamos con mis abuelos, esta vez maternos: Paquita Ragel y Sebastián Rodríguez. En aquella casa de la calle La Gavia, que ya se debía llamar Churruca pero que la memoria sigue asociándola a aquel tiempo de luz, de familia y de villancico. No recuerdo ni qué se comía ni siquiera qué se bebía –el aroma dulce del anís, sí que lo huelo– , pero escucho los villancicos que mis tías cantaban una y otra vez, celebrando que la Virgen se está peinando entre cortina y cortina o que la Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más. Lúgubre sin duda para esa noche en la que nace la Luz. Y que el niño que fuimos no entendía, pero que hoy explica perfectamente esta conmemoración en la que los contrarios (Luz-Oscuridad, Cielo-Tierra, Divinidad-Humanidad, Nacimiento-Muerte) se unen y complementan como mensaje de Amor.

Un "San José" de la colección Basanta-Martín.

O aquellos peces en el río que bebían, sin saberlo entonces, del río de la vida, del Niño-Dios que nace y que parecía –y así lo pensaba entonces– incomprensible. Explica uno de los villancicos más absurdos, aparentemente, de nuestro folclore. “En ese río de la vida vive el crismón, el pez por excelencia que es Jesús. Al cual nos aproximamos los demás peces, los cristianos. Ya comenzamos a entender: Pero mira como beben los peces en el río. Y beben y beben. Y vuelven a beber. Jesús nos invita permanentemente a beber del agua de la vida. Es maravilloso”, explica el coleccionista y belenista Antonio Basanta. Tampoco comprendía aún esa herencia que en los villancicos aún llevan el rastro preconciliar –tres siglos imbricados en la tradición previa al Concilio de Trento– y que elige a San José como mofa y escarnio para contraponerlo al misterio de la Encarnación. Porque hay costumbres, incluso profanas, que son eternas como la infancia. Aquella, por ejemplo, que ya describió Fernán Caballero en “La Gaviota” (1849): “No sucede nada malo en una casa si se sahúma con romero la noche de Navidad”. 

Esta noche que aún sabe a tortas y moscatel, resuena con panderetas y con el fuego –el amor– de la familia y el Niño Dios, recrea la nostalgia y la felicidad. “Diciembre es un niño/ que nace y tiembla”, escribió Gloria Fuertes. Sin duda, el espíritu navideño es como lo define el poeta arcense Pedro Sevilla: “Puede ser una oportunidad tan estupenda como otra cualquiera de desembarazarnos, al menos por unos días, de todas las máscaras que la vida puso en nuestros rostros de niños, de volver a ser y volver a creer en lo maravilloso e imposible”. En aquello que otro poeta, el Rodolfo de “La Bohème” canta también el día de Navidad: “En sueños, en quimeras/ y castillos en el aire/ mi alma es millonaria”. Y así se renueva año a año la Esperanza –la ilusión, sin duda– que simboliza el Niño-Dios que todas las navidades renace. Y nosotros con él. Feliz Navidad y un 2018, como afirma el poeta Antonio Colinas, “lleno de lo mejor, de esos símbolos que a veces tendemos a ver como tópicos, pero sin los cuales (creo) los seres humanos no podrían vivir: la salud, el amor, la amistad, lo sagrado, el trabajo, la poesía...”.

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lunes, 11 de diciembre de 2017

DIECISÉIS HISTORIAS DE AMOR A LA BARROSA | Laurel y rosas (100)

La "Primera Pista" de la playa de La Barrosa, con la Torre Bermeja al fondo. Foto: Colección Juan Foncubierta.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

A veces un libro es mucho más de lo que parece. Puede ser, como afirma la escritora norteamericana Rebecca Solnit, “un corazón que palpita en el pecho del otro”. Un libro así, lo es porque está compuesto con un paisaje, un olor, un recuerdo, una historia que nos ha acompañado desde siempre o que desde que lo descubrimos ya nunca se nos ha borrado de la memoria y del corazón. Todo esto lo digo por culpa, claro, de un libro que palpita porque está escrito desde el corazón, es decir: desde la infancia, desde la identidad, desde el descubrimiento, desde la luz, desde la memoria, desde los sueños. Es un libro colectivo y nuestro: “De Torre a Torre, historias de la playa de La Barrosa” (Navarro Editorial). El Círculo de Autores, al amparo de la Librería Navarro, vuelve –volvemos– a publicar un libro, el quinto, de “relatos literarios de raíz histórica”. Pero esta vez con La Barrosa como paisaje, como escenario en el que concurren dieciséis autores y que se presentará el próximo jueves (19,00 horas) en el Centro de Interpretación del Vino y la Sal. Era un libro que, como dice Miguel García, el editor, “había que escribir”.

Entre la Torre del Puerco y la Torre Bermeja transcurren estos dieciséis relatos que atraviesan más de dos mil años de perplejidad –y, también, de olvido– ante un verdadero paraíso. Es lo que siente Hércules, “el héroe griego que tuvo que desplazarse a Hispania, en las islas Gadeiras, en la Costa de Gades, para recuperar la esfinge del toro de Creta robada por las Medudas”, según la recreación mitológica que hace Antonio Belizón en el relato que inaugura estas “historias de la Playa de La Barrosa”. Entre sus dunas, Eufrasio Jiménez se transforma en un niño que otea el pasado y descubre el Templo de Herakles-Melkart, el significado de lo sagrado y de la amistad, rodeados de soldados romanos, con César, Balbo y Gades como paisaje de fondo. En esa misma orilla, siglos después, en julio de 1697, las olas arrojan una leyenda que Jesús Antonio Serrano rescribe con herramientas de la novela picaresca pero también con la gubia del escultor Tomás Badillo, con “la soledad, el dolor y la resignación” de su Cristo de la Humildad y Paciencia.

El siglo XIX es quien arroja las extraordinarias pinceladas con las que José Antonio Ureba rehace la vida y la muerte de Jean Philippe Lasserre, oficial del 9º Regimiento de Infantería de la “Grande Armée”, que cayó el cinco de marzo de 1811 en La Barrosa. Lasserre recibe una descarga de metralla en el combate de la Cabeza del Puerco y Ureba, con su prosa “minuciosa y detenida, narrativa y precisa, concisa y elegante”, como describe la pintura de Louis François Lejeune, lo coloca en el famoso cuadro con el que el “pintor de Batallas” recreó la batalla de Chiclana. Poco más de un siglo más tarde, un matrimonio de británicos, doña Violeta Buck y William Hutton Riddell, pintor y ornitólogo, compran una finca de veinte hectáreas en el pinar de Galindo –gran parte de lo que conocemos hoy como la Primera Pista– y construyen una casa de recreo que llaman “Villa Violeta”. La historia de ambos y de “Villa Violeta”, a donde venían desde el castillo de Arcos, su residencia habitual, es realmente desconocida. He intentado reconstruirla con infinitas aportaciones, deudas y agradecimientos. 


Con ellos comienzan el siglo XX, que es el gran siglo de La Barrosa como objeto de devoción turística. Y en el que José Luis Aragón Panés se encierra en un búnker a pie de playa acabada la Guerra Civil y vigila –como su personaje– la propia historia de la playa y, de paso, da la alarma contra todas las guerras. La cronología recorre, desde el verano de 1945, cinco relatos en los que confluyen el inmenso poder evocador, nostálgico, sentimental de lo que podríamos llamar el “descubrimiento” de la playa durante la infancia. Y que nos traslada a una Chiclana –y una Barrosa– de perenne recuerdo y que ya no existe, porque está construida de retazos del niño que fuimos, de voces familiares y de olas de la memoria. Para Abel R. Misa, es nada menos que “la playa de mis sueños”. Tomás Gutier recuerda “el silencio” infinito en un paisaje crepuscular. Carlos Cañizares reconstruye la vívida herencia del coto San José. Paco Montiel se adentra en “las rocas de Torre Bermeja” entre pasajes con ecos infantiles y memoria colectiva. Pepe Verdugo rehace su “inolvidable paseo” en el que, por primera vez, se adentró en el mar. 

Vivencias que huelen a arena y salitre, en unos casos biográficas, en otras recreadas desde la ficción, en la que se convoca –y no deja de ser curioso– una unánime conciencia de pérdida. Más tardía, ya en los años 90, sitúa Paco López un texto que cabalga entre la ciencia ficción, la crónica periodística y esa idea de “paraíso perdido”. Ese guiño al género fantástico pone un colofón sorprendente también en los cuatro últimos relatos –los más contemporáneos– que firman Hermindo Miguel Piñeiro, Raquel Sánchez, Ángela Francisca B. de Fhabër y José Luis Ramos con un innegable amor –incluso celoso– a la playa de La Barrosa, como transpira todo este libro escrito al latido del corazón. Solo falta ahora que palpite en el lector.

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lunes, 4 de diciembre de 2017

CHICLANA, DE LA ZARZUELA A LA COPLA | Laurel y rosas (99)

Una escena de un montaje contemporáneo de "La verbena de La Paloma". Foto: España es cultura

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Es suficientemente conocido que en la más popular de las obras del llamado “género chico” –la zarzuela de un único acto–, es decir, “La verbena de La Paloma”, suena una nostálgica soleá: “¡Ay! En Chiclana me crié,/ que me busquen en Chiclana/ si me llegara a perder”. Es la primera estrofa que entona en el café de Melilla, en pleno corazón del Madrid castizo –el barrio de La Latina–, una cantaora anónima mientras que las hermanas Casta y Susana tratan de convencer a su barbiana tía Antonia, con la que viven, de que no vaya a la verbena. Mientras, la soleá continúa: “Los arroyos y las fuentes/ no quieren mezclar sus aguas/ con mis lágrimas ardientes”. A la cantaora se le oye de fondo, entre acometidas de unas –las sobrinas, que quieren a solas irse con Don Hilarión, el boticario–, y repliegues de otra –la tía Antonia–, que no renuncia a una noche “de broma y jarana”. La cantaora sigue interpretando, “jaleada y palmoteada”, como la describe José Blas Vega, acompañada por un piano minimalista: “Si porque no tengo madre/ vienes a buscarme a casa/ anda y búscame en la calle”. La soleá emerge ahora claramente como un quejío de dolor, reproche y desamor: “Que me dijo mi madre que no me fiara/ no de tus ojos que miran traidores/ ni de tus palabras”. 

Ay, ya está la chiclanera penando mal de amores, como años después cantaría Angelillo en ese supremo pasodoble que compusieron en el Madrid republicano entre Rafael Oropesa –poco antes de que se convirtiera en el director de la banda del Quinto Regimiento, el del General Lister– y Antonio Carmona Reverte para la película “¡Centinela alerta!” (1937), dirigida por el francés Jean Grémillon y producida, nada más y nada menos, por Luis Buñuel, a quien unánimemente los críticos tienen por su verdadero director. Esa comedia melodramática, acabada de filmar poco antes del 18 de julio, tenía un argumento, por cierto, creado por un “sainetero” ilustre como Carlos Arniches, y el guión lo iba a firmar un prestigioso Eduardo Ugarte, fundador con Federico García Lorca en plena guerra civil de “La Barraca”. Es ahí donde nace “Chiclanera”, esa traición convertida en copla y en verdadero himno, que Angelillo interpreta por vez primera en el rodaje y que tiene letra de un olvidado Luis Vega Pernas, que se inspiró, indudablemente, en la soleá, en ese jaleo, que Tomás Bretón insertara en el segundo cuadro de “La verbena de La Paloma o El boticario y las chulapas o Celos mal reprimidos”, los tres títulos con los que se estrenó con éxito arrollador en Madrid, en el Teatro Apolo, el 17 de febrero de 1894. Las cuatro estrofas de “En Chiclana me crié” la escribió –como todo el librero de la zarzuela– un injustamente postergado Ricardo de la Vega, “el famoso sainetero, que tantos y tan justos aplausos ha logrado dando honra y prez a la escena española”, que decía la necrológica en el “Abc” de 1910.

Cartel original. Foto: BNE
Si fama alcanzó “La verbena de La Paloma”, el sainete sentimental que Ricardo de la Vega ofreció a Ruperto Chapí –que entonces era la máxima figura de la zarzuela– antes que a un Bretón obsesionado con triunfar en la ópera, igualmente entusiasmó esa soleá de “En Chiclana me crié”. La soleá aún no era el palo flamenco que hoy se interpreta, sino más bien una copla con aires de bulerías, pero esa inserción aflamencada en el eje de la zarzuela que incluye Bretón se convertirá en una moda que, a partir de entonces, se populariza y se imita en el género chico y también en el grande. Ricardo de la Vega que vio el impacto de esa soleá, incluyó en la propia zarzuela su propio jaleo, haciéndole a tía Antonia dirigirse a la cantaora: “¡Olé, olé, olé,/ que te aplaudo yo!,/ ¡porque sí señó!,/ ¡porque me gustó!/ ¡Y no habrá ninguno/ que diga que no!/ ¡Bendita sea la madre/ que te parió!/ ¡Y lo digo yo,/ ¡y san se acabó!”. No solo se imita el estilo, también el tema. “La Tempranica”, cantante de “aires regionales”, graba en 1919, por ejemplo, un curiosa tonadilla, “Soy de Chiclana”, composición de Joaquín Peñalba y J. Vivas.

Ricardo de la Vega

La pregunta, sin embargo, es: ¿Por qué en “La verbena de La Paloma”, tan castiza, tan madrileña, incluye Ricardo de la Vega este homenaje a Chiclana? No lo sabemos. Pero sí es posible intuirlo, o al menos exponer una hipótesis que va más allá de la fama que, al fin del siglo XIX, tenía aquella Chiclana y sus balnearios, Braque y Fuente Amarga, que se extendía por todo el país como Biarritz o San Sebastián. Ricardo de la Vega (Madrid, 1839-1910) era hijo de aquel Ventura de la Vega que la noche del espléndido estreno de “El trovador”, el 1 de marzo de 1836, le presta su levita negra al joven Antonio García Gutiérrez cuando el público entusiasmado pidió: “¡El autor, el autor! ¡Qué salga el autor!”. Esa noche en la que García Gutiérrez hizo historia, Ventura de la Vega –a quien conoció en el café del Príncipe junto a Espronceda y Larra– le acompañó y ya nunca se separaron. Fue su amigo y su maestro. Pero también un hermano mayor. Así que Ricardo, el hijo, si homenajeó a Chiclana estaba pensando en García Gutiérrez. No hay otra. “¡Ay! En Chiclana me crié,/ que me busquen en Chiclana/ si me llegara a perder”.

Leer en Diario de Cádiz:
http://www.diariodecadiz.es/opinion/analisis/Chiclana-zarzuela-copla_0_1194480566.html

viernes, 1 de diciembre de 2017

La revolución nace con un libro


Antonio Basanta publica una reivindicación del “compromiso ético” de leer en un mundo cambiante


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | VIDA NUEVA

A Antonio Basanta (Madrid, 1953) le gusta recordar una cita de Franz Kafka: “Leer es siempre una expedición a la verdad”. Y la ha incluido, por supuesto, en Leer contra la nada (Siruela), el brillante opúsculo con el que se rebela –una vez más– contra la vacuidad que amenaza un mundo en transformación, frente a la futilidad de una “educación que está creando no lectores”. La verdad es, como era la lectura para el autor de La metamorfosis, el único medio para remover que encuentra Basanta, quien durante más de dos décadas ha sido director general de la Fundación Germán Sánchez Ruiperez: “Es que me parece vital confrontar esa falla que tenemos. Queridos partidos, queridos ministros, queridas sociedades, plantéenselo en serio: necesitamos una educación que no tenemos. Y si no la transformamos vamos a tener unas consecuencias que yo creo que vamos a lamentar extraordinariamente”. Lo dice –y lo ha escrito también– en las páginas de este libro en el que despliega, sobre todo, su fervorosa pasión por la lectura, que ha defendido durante su larga trayectoria profesional: “Me declaro lector enamorado de las palabras –afirma–. Tal vez porque amar es la condición que más se asemeja al leer, también es, como el amor, pura emoción. Descubrimiento. Diálogo permanente. Mutua entrega”.

Porque leer, declara, también conlleva un “compromiso ético” que reivindica. “Creo que estamos en un momento de cambio de nuestra sociedad, donde más que nunca es necesaria la vindicación de los valores morales, que tengan que ver siempre con un elemento que la lectura pone en marcha: la aproximación al otro y a ti mismo”, manifiesta a Vida Nueva. Aquella frase del templo de Delfos dedicado al dios Apolo –“Conócete a ti mismo”– sigue siendo fundamental para que la sociedad avance en términos de humanización, y la lectura sigue siendo la mejor de sus herramientas. “Y ese ‘Conócete a ti mismo’ tiene un medio fundamental que es a través del otro –sostiene–. Esto significa que nosotros a lo distinto no podemos convertirlo en lo contrario, sino en lo complementario. Esto es fundamental. Y es el mensaje del Cristianismo, que no es otro que la derivación del mensaje del amor”. 

La lectura –como el Cristianismo– enseña esa convivencia: “La lectura es un ejercicio de aproximación a ti mismo desde el otro. Te permite vivir experiencias, que probablemente tú nunca vas a poder llevar a cabo en tu vida personal, con la intensidad, la emoción y el rastro que ocurriría en el caso de que la vivieras. Difícilmente vas a ser un náufrago como Robinson Crusoe, pero vas a ser profundamente Robinson Crusoe. Y es en este sentido donde yo apelo a la lectura como una forma de aproximación a lo otro y al otro para el reconocimiento de uno mismo”. Leer, sostiene, es detenerse, surcar, asimilar, observar, escuchar. “Por eso me parece estremecedor y revelador el inicio del Evangelio de Juan: Y el verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Que no solo es la metáfora de Jesús, que lo es, sino de la palabra como elemento nuclear de nuestra vida. Me parece extraordinario, absolutamente revelador. Consecuentemente, la lectura es mucho más que un ejercicio, que una práctica. En el fondo es una manera de ser y de estar en el mundo”.


Leer contra la nada no solo es un himno a la lectura, es también un análisis preciso de los retos que hoy recaen sobre la decisión de cómo leer y la elección –más compleja que nunca– de qué leer. “Lo que creo es que se están abriendo nuevas posibilidades para el ámbito de la lectura. Ni siempre hemos leído igual, ni siempre hemos leído lo mismo. Ahora lo único que se establece es una nueva frontera. Que no va a terminar, yo creo, con lo anterior, sino que va a ampliar el espacio y la panorámica. Ahora, esa frontera hay que conocerla, hay que entrar sin complejos para establecer cuáles son verdaderamente sus reglas y cómo poderla gobernar”. El sector editorial está apostando ––“y así lo debe hacer”, sostiene– por la innovación y la experimentación en el panorama digital. “El reto es cómo podemos nosotros hacer que la información digitalizada y presentada en pantalla provoque en quien la recibe una actitud lectora, que nunca puede ser de pasividad y de puro y simple entretenimiento. Un lector siempre tiene una pregunta abierta, siempre va más allá, siempre hay un plus ultra, por eso los libros no se acaban nunca. Ni las lecturas se acaban nunca”.

La lectura, sostiene Basanta, es la esencia de la educación, de la vida misma “Dicho de otro modo, ¿no nos gustaría una sociedad con ciudadanos atentos, con capacidad de escucha, de observación, con instrumentos de interpretación de esa realidad que les llevara a un ejercicio de comprensión de la misma? Por eso hablo de que de todo lector se saca un elector, no un votante, que son cosas distintas. Los partidos quieren votantes, pero necesitamos electores, gente que tenga criterio personal y analítico que sea capaz de elegir aquella opción que le parezca mejor. Y que además eso transforme la realidad y la convierta en un ejercicio compartido”. De ahí que insista en “que en el sistema educativo no hay que producir una reforma, sino una transformación”. Y que a través de la lectura insista en “los aspectos comunicativos, colaborativos, cooperativos, éticos, creativos” de los alumnos.

El actual vicepresidente de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez habla de su propia experiencia: “No encuentro en mi vida nada más decisivo que leer, ni experiencia más grata que pueda compartir”, afirma. Por ello, manifiesta: “Este es un libro de gratitud. Yo le debo mucho a la lectura y al mundo de la lectura. Dos. Es un libro de reivindicación, de vindicar de nuevo el valor extraordinario que la lectura tiene frente a visiones absolutamente falsarias que la tratan de llevar a un elemento puramente secundario, superficial o, incluso, anacrónico. La lectura es sustancial para poder vivir y para poder construir esa sociedad a la que esperanzadamente, digamos, que yo permanentemente me dirijo. Y tres. Además es un libro de oportunidad. En un momento en el que hay que tomar decisiones importantes y volver a reposicionar las prioridades, creo que es un libro que vuelve a aproximarnos a lo que tienen que ser unas decisiones de carácter ejecutivo”.

Su opinión, surgida de años de trabajo entre lectores y bibliotecas, es, al menos, inquietante: “Todos aquellos países que están en los primeros puestos de PISA son sistemas educativos que han enfatizado el valor de la lectura de abajo a arriba. De verdad creemos que podemos ir a alguna parte con el sistema educativo que hay en España. Salvo que haya una perversidad, intencionalidad, de hacer borregos. Yo siempre me lo pregunto. Si es así hay una perversidad extraordinaria. Y si no es así es que hay una negligencia, una dejadez, una torpeza… El tiempo pasa, y el mal se acrecienta. Y esto hay que atacarlo y atajarlo”.


Jugando a leer en la Biblioteca Nacional
“Impulsar la lectura y estimular el gusto por los libros y la literatura” es el objetivo también de la exposición “Pasa página. Una invitación a la lectura”, que el periodista Jesús Marchamalo ha concebido en la Biblioteca Nacional como una festiva reflexión, cómplice y lúdica, sobre el placer de leer. Organizada por Acción Cultural Española (AC/E), entre el 14 de noviembre y el 25 de febrero, la muestra presta especial atención a los más jóvenes con la intervención del escritor Nando López, “con la voluntad de buscar una conexión emocional y evocadora entre su mundo y el hecho lector”. Libros, fotografías y piezas audiovisuales plantean a los visitantes una inmersión didáctica y divulgativa que quiere recrear “un lugar mágico en el que los distintos caminos de su recorrido nos vayan llevando a ese país imaginario al que conduce la lectura”.

Ver en VIDA NUEVA. Nº 3.059. 18-24/11/2017. Cultura.