domingo, 19 de marzo de 2017

FÉLIX ARBOLÍ Y LA MEMORIA DE GARCÍA GUTIÉRREZ | Laurel y rosas (81)

Félix Arbolí en una de sus citas anuales con García Gutiérrez en el cementerio de San Justo. Foto: Revista Puente Chico.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Félix Arbolí publicó en 1970 un libro que era –que aún es– todo un testimonio de “infatigable amor” por Chiclana, como lo describió Fernando Quiñones. Aquel libro, de cubierta amarilla y estampa de la Plaza Mayor en portada, tenía un título proverbial: “Chiclana, entre el mito y la verdad”. Y encerraba una hermosa historia de amor de un hombre con su tierra, con “su paraíso frente al mar”, como describía esta ciudad Félix desde esa nostalgia madrileña en la que vivió y en la que escribió. “Eres, Félix, el chiclanero más enamorado de su tierra que he visto”, proclama otro poeta, Carlos Martel, en su prólogo. Un libro que aún hoy conservo, ajado, anotado, con hojas sueltas y que se publicó por la insistencia de otros chiclaneros, entre ellos, Pepe Marín. Y este libro, una verdadera guía de viaje a la manera de los románticos del siglo XIX, un recorrido por su historia, su memoria, unas calles y unas vidas –García Gutiérrez y Paquiro, Curro Jaramago, Rumbumbum, el Cojo Farina, la Mónica y el Magistral Cabrera, entre otros muchos– que anticipaba, por ejemplo, como La Barrosa, entonces un “mar entre pinares”, está llamada “a transformarse en el mejor y más sensacional lugar de veraneo del sur de España en todas las estaciones del año”.

En ese libro –hoy además un evidente testimonio antropológico sobre una ciudad, la del 1970, quizás ya inexistente–, Félix escribió un breve esbozo biográfico del poeta Antonio García Gutiérrez, en el que reivindicaba el traslado al centro del monumento al autor de “El trovador” –entonces en la barriada de El Carmen– y, sobre todo, señalaba como colofón: “El hijo más preclaro que ha tenido la ciudad, bien merece que sea honrado y recordado por todos sus paisanos con la dignidad y el fervor que se merece. Muchos pueblos con figuras menos preeminentes se han volcado el doble. Chiclana le debe un homenaje a tan preclara figura de las letras españolas que Dios quiso naciese en su término”. Entonces no sabía el propio Félix Arbolí que él mismo iba a tener un papel extraordinario, imprescindible, en la memoria, la reivindicación y en la justicia histórica con García Gutiérrez. Me lo contó un día en el café Gijón, luego, con más detalle, en su casa de la calle General Ricardos, y luego tuvo la oportunidad de recordarlo en el Bicentenario en una conferencia del Ateneo de Chiclana. Gracias –y aún debemos de seguir dándole las gracias una y otra vez más– a Félix Arbolí los restos mortales de García Gutiérrez pasaron en Madrid de una tumba olvidada en el cementerio de San Lorenzo al Panteón de Hombres Ilustres del cementerio de San Justo, en el lugar exacto que debe ocupar en la historia del Romanticismo y de la literatura española: junto a José de Espronceda, al lado de Mariano José de Larra.

Tras la conferencia en 2013 en el Ateneo.
Foto: Revista Puente Chico.

La historia más o menos, con su intriga y su investigación en la Hemeroteca Nacional incluida, vino a ser así. “Me invitaron a dar una conferencia en el desaparecido Club Pepe Gallardo, en la calle Vega esquina a la Alameda, precisamente sobre García Gutiérrez por lo que yo había escrito”. Era 1974, y entre otros datos, Félix Arbolí había reseñado en su libro que el autor de “Simón Bocanegra” había sido enterrado “en la Sacramental de San Lorenzo, en un nicho vecino al del eminente dramaturgo don Eulogio Florentino Sanz”. Él recordaba cómo “alguien me preguntó si sabía en qué nicho y por qué no se traía a Chiclana”. Félix contestó que no lo sabía, pero que iba a investigar. A la vuelta a Madrid, se refugió en la Hemeroteca Nacional, entonces en la calle Magdalena, y comenzó a consultar periódicos y periódicos de la época. Hasta que en “La Ilustración Ibérica” encontró una crónica firmada por Fernanflor, heterónimo del periodista Isidoro Fernández Flórez, en la que culmina su necrológica de García Gutiérrez con la pista definitiva: “Ayer se le dio sepultura en el cementerio de San Lorenzo, patio de San José, fosa núm. 97. Allí está su cuerpo; su alma, en sus obras”. 

Y ahí se fue. “Pero en el cementerio nadie sabía donde estaba esa tumba. Así que le di 500 pesetas al guarda y le prometí otras 500 si encontraba el enterramiento”. A los pocos días, volvió y aquel guarda le llevó frente a García Gutiérrez. Ahí comenzó una frenética carrera, reuniones, súplicas, compromisos, por sacar de ese anonimato aquellos restos y llevarlos, no a Chiclana, sino a donde debió ser trasladado cuando en 1902 se inauguró el Panteón de Hombres Ilustres de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles. Con la colaboración del Marqués de Lozoya, que entonces presidía dicha asociación, y del entonces Ayuntamiento de Chiclana, con el alcalde Carlos Bertón al frente, consiguió que García Gutiérrez compartiera tumba con Espronceda. A ahí está desde entonces. Exactamente donde debe de estar.

Félix Arbolí es, fue, será mucho más. No solo por su vinculación a García Gutiérrez –realizó también una intensa búsqueda de libros sobre García Gutiérrez para la Biblioteca Municipal, entre otras tareas–, sino por todo lo que fue: periodista, escritor, padre, honesto, chiclanero ante todo. Otros pueden hablar más y mejor sobre su legado. Ha muerto con 84 años y el mismo inquebrantable amor por su ciudad que siempre profesó. Su memoria merece una calle, al menos, y que nunca dejemos de darle las gracias.


Ver en Diario de Cádiz:

OTRA VISIÓN INGLESA DE LA BATALLA DE LA BARROSA | Laurel y rosas (80)

El escritor Alexander Dallas según la litografía de Richard James Lane. Foto: Fernando Durán


JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Hace unos pocos meses, el profesor Fernando Durán López –sin duda, el que mejor ha estudiado la batalla y su contexto– publicó un documento de lectura obligatoria: “Guerra y pecados de un inglés en Cádiz (1810-1813). Fragmentos de la autobiografía de Alexander Dallas”. Nos interesa el escritor e hispanista Alexander Dallas por varias cuestiones, más allá de que fuera el verdadero autor de la novela “Vargas” (1822), que hasta ahora era atribuida a José María Blanco White. Más allá de que se ordenara sacerdote anglicano, y de que esa “imagen de activista religioso extinguió cualquier rastro de su pasado «español» y sus veleidades literarias”, como explica Durán. Nos interesa Dallas porque “estuvo destacado con el ejército británico en Cádiz, como oficial de intendencia, entre agosto de 1810 y agosto de 1812” y porque escribió “una autobiografía espiritual”, casi cincuenta años después de “su experiencia como soldado en España, que es entendida como una época de extravío y mundanidad”, como la califica Durán. Nos interesa Dallas porque acompañó a la expedición de sir Thomas Graham, como escribe él mismo, a “la batalla de la Barrosa, en la cual se exhibió de forma gloriosísima el valor de los soldados británicos”.

La batalla de la Barrosa, ya lo saben, es la denominación que los británicos otorgan a la Batalla del 5 de marzo de 1811. La historiografía militar española, en cambio, la describe como “batalla de Chiclana” o “batalla de los campos de Chiclana”. E incluso, como también hacen los franceses, recibe la denominación de “batalla del cerro del Puerco o de la Cabeza del Cerro del Puerco”. Tantos nombres como versiones hay aún de la batalla en la que los británicos vencieron en minoría a las tropas del general Victor sobre la misma playa de La Barrosa, pero que no logró el objetivo de “levantar el asedio de Cádiz mediante un ataque por tierra sobre los franceses”, como recuerda el propio Dallas. El escritor transcribe en su autobiografía una carta “que escribí a mi hermana inmediatamente después de esta batalla en 1811” para proporcionar, cita, “pormenores tanto en lo que respecta a mí como a los sucesos históricos”. Esa carta también ha sido traducida por el profesor Durán: “El resultado ha sido muy glorioso para el renombre de los británicos y muy ignominioso para el de los españoles; y aunque las ventajas obtenidas han sido relativamente insignificantes o nulas, es muy probable que te vayas a alarmar cuando lo leas con los clarines de los periodistas proclamando la victoria de Sancti Petri, o la victoria de la Barrosa, según tengo entendido que van a llamarla”.

Mapa británico que describe la batalla.

Dallas prosigue narrando el derrotero de la expedición —zarpó de Cádiz el 21 de febrero y desembarco en Algeciras el 23 y en marcha hacia Tarifa, Casas Viejas, Vejer, Conil– hasta llegar “a un cerro a dos millas de Sancti Petri”, que podemos identificar como la actual Loma del Puerco, en donde disfruta “con las vistas de Cádiz y la Isla que se desplegaban ante nosotros, con Chiclana a nuestra derecha, o más bien el Pinar de Chiclana, que es un bosque muy tupido que la rodea por completo, y a la izquierda la Vigía de la Barrosa, una torrecilla que se alza junto al mar”. Es decir, la torre del Puerco, que en abundantes mapas de la época aparece nominada como torre de La Barrosa, de ahí que los británicos le dieran ese nombre a la batalla, más que por la playa. Dallas debe volver a Conil a procurarse “carne salada de los buques fondeados en la bahía y llevársela al ejército lo antes posible”. En ese ir y venir sucede aquel cruel enfrentamiento en el que los británicos perdieron 1.138 hombres entre “muertos, heridos y extraviados” y los españoles, 300. Los franceses, “de 3.500 hombres para arriba, entre muertos, heridos y prisioneros”, recuenta Dallas. “Los despachos te darán un relato más particular de las menudencias de la batalla –le dice a su hermana Georgiana—; a mí me basta con decir que algunos viejos oficiales que habían estado en las más famosas acciones me han aseverado que nunca vieron otra tan cruda, u otra en que el valor de los soldados británicos fuese más sobresaliente”.

Las tropas francesas huyeron hacia Chiclana y se fortificaron aún más en torno al cerro de Santa Ana, mientras que Lapeña y Graham –que no se tragaban el uno al otro y se acusaban mutuamente de traición– desde la Casa del Coto preparaban el ataque hacia la villa. Nunca se produjo. Esa misma noche, la Regencia ordenaba a los españoles poner rumbo a Cádiz a través del puente construido en Sancti Petri. Pero Dallas sí que pisó Chiclana poco después de que los franceses la abandonaran el 25 de agosto de 1812. Su testimonio es, más que interesante, sobrecogedor: “También fui a Chiclana, su cuartel general, y muy cerca del escenario de la gloriosa batalla de la Barrosa. Está terriblemente destruida; las casas de las personas que se habían ido a Cádiz ya no tenían forma de casas; las de quienes se quedaron las habían tratado bien y algunas ni las tocaron. Fuimos allí con un grupo grande de señoras y caballeros y mientras descansábamos, me entretuve hablando con un chiquillo que nos había traído agua. Me dijo que los franceses habían ahorcado a su padre por no entregarles algo de trigo que tenía y poco después su madre había muerto de hambre. ¡Qué situación más horrible! ¡Qué atrocidades han cometido esos hombres!”. La guerra, todas las guerras.

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domingo, 5 de marzo de 2017

SABER AMAR EL CASTILLO DE SANCTI PETRI | Laurel y rosas (79)

Imagen del Castillo de Sancti Petri desde la playa de La Barrosa. Foto: Ayuntamiento de Chiclana-Oficina de Turismo

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | DIARIO DE CÁDIZ

Olas que abatían con tanta rabia que cubría, incluso, la batería de la Avanzada, lluvia inmisericorde, truenos que amenazaban con despertar al mismísimo Hércules, conmoción, hasta terror debió sentir la guarnición del castillo de Sancti Petri hace justamente 150 años. Un temporal furibundo atacó y azotó el islote y la ensenada. Los daños en el castillo, que había sido la llave que protegía la Bahía y ya había venido a menos asentada la paz europea, fueron notables. Pocos días después, el 28 de febrero de 1867, el último capitán de la guarnición, Juan Manuel Lumbrera, “pide a sus superiores la cantidad de 4.070 escudos para poder acometer obras de urgencia en el castillo”, según narra el ingeniero José Martín-Caro. Nunca recibió el dinero, aunque sí la orden de abandonar el castillo. Comenzó la reciente historia del abandono –también– de un edificio que desde mediados del siglo XVI fue construyéndose primero como torreón, después como fuerte, más tarde ampliado a castillo, para la defensa de la ciudad de Cádiz y que había heredado la leyenda del templo de Melqart, del Hércules Gaditano, de Gadir, de Gades y ese “non plus ultra” tanta veces citado. Y aún se esconde bajo la piedra ostiones del islote y el arrecife.

Aposentado en la batería alta, la inmensidad del mar abierto impresiona como debió de hacerlo a los soldados –históricamente, hasta el siglo XVII, la guarnición del castillo era financiada por el Concejo de Chiclana– que desde la garita vigilaban los barcos que navegaban rumbo a Cádiz por si venían piratas o ingleses. Aún hoy se siente esa solitud, ese desamparo, si uno mira al frente y se deja mecer por el ritmo de las olas rompiendo en el arrecife. Ese mismo arrecife por el que los romanos abrieron la calzada que conducía a Gades, y de la que desde aún puede verse, clara, nítida, tan cerca, la ciudad de Cádiz. Una de las visiones más impresionantes –y aún más de noche, con el mar y el corazón en calma– es cuando uno se aposenta en la batería alta, y ve la banda luminosa de una ciudad atracada en medio del océano. Lo mismo, al revés, que desde el castillo de San Sebastián –en la playa de la Caleta– los días claros es perfectamente visible en línea recta el fulgor del castillo de Sancti Petri. 

Imagen aérea del castillo tras su restauración. Foto: Mapama.

Pero el paisaje es también notable, hermoso, si desde la batería circular que da a la punta del Boquerón –seguramente, la más antigua– aquellos soldados aposentados en la garita observaban la marisma y el misterio, el culebreo del caño Sancti Petri, los esteros, el aleteo de las albinas brillando al sol, las avocetas levantando el vuelo, el flamenco pintando de rosa el horizonte. “Su importancia va más allá de los restos monumentales ya que está integrado en un espacio natural de indudable valor”, apunta, y acertadamente, el ingeniero José Martín-Caro, que fue uno de los responsables de la rehabilitación del Ministerio de Medio Ambiente en 2011. El islote –con su castillo y su historia– forma parte del Parque Natural de la Bahía de Cádiz, y da igual si en Chiclana o en San Fernando, su perfil, su estampa, su memoria, forma parte de la identidad de un espacio singular, de un paisaje único, sea contemplado desde Camposoto o la punta del Boquerón, desde Sancti Petri o La Barrosa. Debe ser el icono de Chiclana –y de San Fernando, de Cádiz mismo– porque entre sus muros se respira la historia, la identidad, la cultura, el espíritu, de cuanto somos. De cuanto seguimos siendo.

Ya durante la denominación árabe –según Dikr– en es islote subsistía un castillo, literalmente lo dice, llamado Sancti Petri. “Junto a él había una iglesia muy venerada por los cristianos, comunidad que desaparece por completo en estos años de tierras gaditanas ante la persecursión almohade, pasando el último obispo asidonense a Toledo”, según el relato del catedrático Rafael Sánchez Saus. Aquella abandonada iglesia dedicada a San Pedro era el vestigio religioso y social que en ese siglo XI quedaba de la fascinante historia del templo fenicio de Melqart que los romanos adoptaron como Hércules Gaditano. Pero leyenda o no –que no lo es–, el castillo por sí mismo, con su historia indudable desde que a mediados del siglo XVI el almirante genovés Benedetto Zacaría construyera el actual torreón, es un patrimonio histórico de primer orden, multiplicado por el patrimonio medioambiental y paisajístico. 

Todo esto lo digo, o lo recuerdo, porque la memoria sentimental de muchos chiclaneros está atada al castillo y al verano, a La Barrosa con el castillo abrazando el horizonte, a ese orgullo con el que navegas hacia sus piedras para mostrarlo, para narrar la historia inolvidable de un espacio que acumula la serenidad y la sabiduría de los siglos. Y ahora que la Junta de Andalucía tiene sobre su mesa la concesión de la explotación turística del castillo y el islote tenga en cuenta –al igual que las empresas que aspiran a gestionarlo– qué tiene en sus manos. Y que todos aquellos que aún no lo conocen, vayan, disfruten, lo enseñen porque “saber mirar, es saber amar”, que decían en “Canción de cuna”, la película de José Luis Garci. Y lo que uno ve desde el castillo es nuestra esencia. De ahí venimos.

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