domingo, 1 de diciembre de 2013

García Gutiérrez, de la cumbre del teatro romántico al olvido


Tumba de Espronceda y García Gutiérrez en el Panteón de Hombres Ilustres de la sacramental de San Junto. Foto: José Luis Aragón Panés.

La celebración del Bicentenario del nacimiento del poeta chiclanero reivindica su verdadero lugar en la literatura: el mismo que tiene en el Panteón de Hombres Ilustres, donde está enterrado entre Larra y Espronceda. 

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | REVISTA HADES
En un cementerio hay más justicia con la vida que fuera de sus muros. Lo que la historia de la Literatura Española ha negado a Antonio García Gutiérrez (Chiclana, 1813-Madrid, 1884), se lo ha dado el Panteón de Hombres Ilustres de la Asociación de Escritores y Artistas en la Sacramental de San Justo. En ese panteón creado en 1902 –uno de esos rincones neoclásicos admirables y escondidos de Madrid–, García Gutiérrez yace en el lugar que debió ocupar en la historia de la Literatura Española: entre Mariano José de Larra y José de Espronceda. Es decir, como uno más de la triada de autores que protagonizó el romanticismo español en el siglo XIX: el mejor periodista (Larra), el mejor poeta (Espronceda) y el mejor dramaturgo (García Gutiérrez). Figura fundamental del teatro español durante el siglo XIX, acaso junto a José Zorrilla. El propio autor del Don Juan Tenorio admitió toda su vida el magisterio de García Gutiérrez, el autor más representado en el siglo XIX en los teatros de la Corte. Zorrilla –acaso como un guiño con la historia– impuso a García Gutiérrez en 1881, al frente de un nutrido grupo de dramaturgos y periodistas, una corona de oro y plata como “aurora de la inmortalidad” del teatro español. El cronista Isidoro Fernández Flores, Fernanflor, recogió aquella escena en el periódico El Liberal. Un Zorrilla que en su juventud había confesado que “adoraba en sueños” al poeta chiclanero, “se acercó a García Gutiérrez, abrazó su cuerpo inmoble y le besó en el rostro. El último poeta besaba la estatua de la poesía”.

Ahí, en la tumba del Panteón de Hombre Ilustres desde la que lamenta su olvido, García Gutiérrez debe recordar aquellos versos que puso en boca de Manrique suspirando por Leonor, a quién en la escena segunda de El Trovador le llega a decir que “la muerte me fuera / más grata que tu desdén”. El desdén, el olvido, la desmemoria ha hecho de García Gutiérrez uno de esos enigmas incomprensibles del universo de las letras. Ahora que andamos sobre el rastros del bicentenario de su nacimiento –5 de julio de 1813– que el Ayuntamiento de Chiclana se ha encargado de conmemorar y difundir, tenemos una mejor perspectiva histórica y literaria para considerar su figura, tal como la describía el periódico madrileño La América en diciembre de 1880: “García Gutiérrez, el patriarca de los autores dramáticos; el maestro cuyas obras ofrecen siempre ejemplo admirable de originalidad y de elegancia; el poeta inspirado en cuya lira hay notas para todos los sentimientos, desde el más trágico y sublime hasta el más delicado y tierno; el anciano venerable; la modestia y el genio con cabellos blancos, gafas azules y cánticos de trovador, que resonarán en nuestro teatro eternamente, ha vuelto a estrenar”. 

Páginas interiores del texto publicado en la revista Hades en noviembre de 2013.

Aquella obra era Un grano de arena, la última que escribió García Gutiérrez. La última entre un centenar de títulos –si se contabilizan sus traducciones de los románticos franceses– que cabalgaron del drama a la comedia, de los libretos de zarzuela a la poesía, género de la primera obra que publicó, en 1834, Un baile en casa de Abrantes. El romántico chiclanero fue un personaje sobre el que, para calibrar su verdadera trascendencia –mucha más de la que podamos si quiera imaginar–, hay que verlo como los hombres y mujeres de aquella España del siglo XIX, extraordinariamente famoso y respetado, tremendamente popular y admirado: “Era el ilustre autor de Venganza catalana una de las glorias más puras de nuestro país, y la tierra, al recibir en su seno al poeta insigne, ofrece también honrado reposo a un ciudadano integérrimo. Sus laureles se han reverdecido ahora con el recuerdo de las portentosas obras que brotaron de su pluma. La actual generación debe al poeta horas de entusiasmo y deleite, que no se borrarán jamás de nuestra memoria. Descanse en paz el vate ilustre” (Madrid Cómico, 31 de agosto de 1884).

La muerte, el funeral, la tumba, ya lo hemos dicho, definen la grandeza de García Gutiérrez. Humilde y honesto –dos adjetivos que siempre calificaron al hombre, más allá del poeta–, el último romántico pretendió morirse sin pompa. Magdalena y Ricardo fueron sus dos únicos hijos, de un matrimonio pasajero y tumultuoso con Carmen Martínez Zorrilla. A Lena, la mayor, con la que convivía –junto a su marido y sus seis hijos, en la calle Fuencarral, 139–, desde que un ictus cerebral le había dejado prácticamente inmóvil en 1876, le hizo prometer que “sería enterrado sin ostentación, sin ruido... Ni los periódicos debían decirlo, ni el público saberlo, ni sus admiradores acompañarlo... Cuatro pobres conducirían, en hombros, su cadáver, en una caja de negro percal, sin galones ni adornos, y lo depositarían en la fosa común. ¡Entierro de humildísimo cristiano, nada más!”, según Fernández Flores. 

Samuel (1839), con uno de los primeros grabados de García Gutiérrez.

Ricardo, en cambio, quiso otorgarle a su padre el adiós merecido, avisó de la muerte de su padre al secretario de la Real Academia –en el que García Gutiérrez ocupaba el sillón “P” desde 1862– y al Museo Arqueológico Nacional, del que aún era director, cargó para el que fue nombrado en 1872 por el rey Amadeo I de Saboya. Era el 26 de agosto de 1884. El cortejo fúnebre se convirtió en multitudinaria despedida, como lo retrató José Fernández Bremón en La ilustración española y americana: “A la mitad de la calle de Fuencarral presentaron una corona de laurel: era un recuerdo de la Sra. Tubau de Palencia al autor de La Criolla. Siguió su marcha la comitiva, cada vez más acompañada de hombres ilustres, torciendo por la calle del Caballero de Gracia, Peligros, atravesando la de Alcalá, Sevilla y Príncipe, para detenerse en el Español, donde esperaban, para unirse al duelo, el empresario del teatro y todos los actores residentes, que depositaron nuevas coronas en el féretro, mientras las actrices arrojaban flores desde los balcones enlutados”. 

Moría el autor de El trovador, “la obra que había de conducirle a la inmortalidad”, según dijo inmediatamente el mismísimo Larra, en una doble crítica apoteósica del aquel estreno de 1 de marzo de 1836 en el Teatro del Príncipe y en la que el joven García Gutiérrez, con solo 22 años, salió al escenario aclamado por el público al grito de “¡el autor! ¡qué salga el autor!”. Fue la primera vez que esa tradición francesa llegó a las tablas de los teatros españoles. “El autor de El Trovador se ha presentado en la arena, nuevo lidiador, sin títulos literarios, sin antecedentes políticos –escribió Larra–; solo y desconocido, la ha recorrido bizarramente al son de las preguntas multiplicadas: «¿Quién es el nuevo, quién es el atrevido?»; y la ha recorrido para salir de ella victorioso. Entonces ha alzado la visera, y ha podido alzarla con noble orgullo, respondiendo a las diversas interrogaciones de los curiosos espectadores: «Soy hijo del genio, y pertenezco a la aristocracia del talento». ¡Origen por cierto bien ilustre, aristocracia que ha de arrollar al fin todas las demás!”. Arrolladora fue, de inmediato, la carrera de ese joven poeta, capaz de escribir un verso que llevó al romanticismo dramático a su máxima expresión. “Ha muerto un gran poeta: uno de los últimos, uno de los más ilustres representantes de una época literaria que se extingue”, escribió Fernández Bremón en su necrológica. Enterrado en la Sacramental de San Isidro, patio de San José, fosa número 97. En la sencilla lápida solo una despedida: “Tus hijos”. Acaso Fernanflor escribió el verdadero epitafio en su crónica mortuoria: “Allí está su cuerpo; su alma, en sus obras”.

No solo de El trovador vivió la fama de García Gutiérrez, aunque solo esa obra le habría arrojado a la popularidad y a los manuales de literatura. Escribió también otros dramas de grandísimo eco entre el público: Simón Bocanegra (1843), Venganza catalana (1864), Juan Lorenzo (1865) o Doña Urraca de Castilla (1872), siempre en una versificación admirable. Más allá de la breve historia del romanticismo español –que en rigor podría considerarse que fue de 1834 a 1845–, García Gutiérrez representó durante toda su vida el triunfo de ese romanticismo, al que nunca renunció aunque pasara de moda: liberal, de reivindicación de lo popular, de la pasión frente a la razón, del destino individual, del amor sin barreras y la patria como fin colectivo. Además de un ansia literaria, ese romanticismo fue también un modelo de vida para García Gutiérrez. Poeta a toda costa frente a un padre que le quería médico. Un desengaño amoroso y el sueño de convertirse en un nuevo Calderón le llevó a pie hasta Madrid. Incipiente periodista y traductor, escribió El trovador en noches cuartelarias en Leganés. Rumió su desencanto con el poder marchándose a La Habana en 1844. Héroe en México regresó a Madrid para sentir de nuevo la gloria. “García Gutiérrez fue un hombre muy querido, muy respetado y muy homenajeado en vida. No se puede decir que no fue reconocido. Le sobrevive el olvido después. Y en esto comparte el destino del Duque de Rivas, inspirador de otros de los grandes temas de Verdi, la Forza del Destino, con su drama Don Álvaro o la fuerza del sino. Y también de Hartzenbusch, el autor de Los amantes de Teruel”, según el dramaturgo Gustavo Tambascio.

Tumba de Espronceda y García Gutiérrez en el Panteón de Hombres Ilustres en 1974.  Foto: Archivo Municipal de Chiclana.
“En un país donde la literatura apenas tiene más premio que la gloria”, como escribió Larra en su crítica a El trovador, triunfó García Gutiérrez. Pero, como todos los grandes autores del siglo XIX, necesitó del reconocimiento de un cargo administrativo para subsistir económicamente, los tuvo, sin duda, en una alianza entre su amplia fama literaria –sin ella nunca habría sido reconocido con semejantes cargos– y su activismo político. Su participación a pie de trinchera en la revolución liberal de 1854 le valió ser nombrado comisario de la Deuda Española en la Embajada de Londres; a continuación del famoso himno ¡Abajo los Borbones! contra Isabel II, con música de Emilio Arrieta, obtuvo el consulado en Bayona y Génova, donde conoció a Amadeo de Saboya, el rey salvador –y breve– del general Prim y el liberalismo. Su Oda a Amadeo I hizo que éste le nombrara director del Museo Arqueológico Nacional en 1872. Aunque nada hizo tanto por García Gutiérrez que ese encuentro con Guissepe Verdi. El compositor italiano –del que también se ha cumplido el bicentenario de su nacimiento este año, el pasado 10 de octubre– recurrió por dos veces a obras de García Gutiérrez: El trovador y Simón Bocanegra. Las dos óperas con sus títulos italianizados –Il trovatore y Simon Boccanegra– están entre las mejores obras del genio verdiano, que recurrió a Shakespeare, a Schiller, a Leopardi, a Victor Hugo… Gracias a él, se ha mantenido la memoria de un poeta que fue ejemplo de tenacidad y de constancia, con el talento necesario para reinar en el teatro español del siglo XIX. Quizás ya también sea hora de admitir lo que el genio de García Gutiérrez contribuyó al éxito de esas dos óperas magistrales.

Como Zorrilla, el genio murió pobre, modesto, sencillo. “Los que penetramos en la morada modesta del poeta –escribió Fernández Bremón– pudimos ver, en una alcoba escayolada y estrecha, de una ventana interior, un sencillo catafalco alumbrado por cuatro hachas, y sobre él una caja de zinc, pintada de negro, con adornos y agarraderos dorados, ya estañada: y mirando por el cristal de la tapa interna vimos la dulce y venerable cabeza del anciano, amarilleada por la muerte, y sus hermosos ojos cerrados por el amor filial, y aquella barba blanca, que con la rigidez de la edad le daba el aspecto de una estatua”. De aquella caja de zinc lo sacó en 1974 el empeño de otro grupos de románticos, más contemporáneos sin duda, para darle sepultura definitiva: Félix Arbolí Martínez, que instigó el traslado al Panteón de Hombres Ilustres, en el que colaboró el Ayuntamiento de Chiclana, con el entonces alcalde Carlos Bertón Ruiz al frente, y la Asociación de Escritores y Artistas, que presidía el Marqués de Lozoya. “¡Descansa en paz poeta! ¡El más esclarecido de los chiclaneros!”, gritó en verso Carlos Martell el 4 de diciembre de 1974 en el cementerio de San Justo. Desde entonces, en un verdadero gesto de justicia poética, García Gutiérrez –“poeta y autor dramático”– comparte con Espronceda y Larra la tumba y la gloria. No tenemos que permitir que se olvide.


Leer en la revista Hades (Noviembre, 2013. Nº 11):