lunes, 19 de marzo de 2012

Acerca de la Constitución de 1812, la Iglesia y la libertad de culto


El famoso cuadro de Viniegra que recoge la ceremonia de constitución de las Cortes de Cádiz
Mi visión acerca de un tema que, a mi juicio, no se ha destacado lo suficiente: La iglesia y las Cortes de 1812. Mucho se habla de que no era una Constitución "democrática". Es cierto, por supuesto, pero era la mejor que se pudo haber hecho. Tanto que fue, a la vez, utópica. Sin embargo, se suele argumentar la prohibición de la libertad de culto para sentenciar que ni tan siquiera era liberal. Falso. No podemos examinarla a ojos de hoy. Entonces, ese era un tema que, repito, en aquella España ni siquiera era cuestión a debatir: la única religión era la católica. Más aún cuando se vivía una guerra contra el francés (la mal llamada "Guerra de independencia") que se había convertido en una guerra de religión... o sea, que desde el púlpito se llamó a la guerrilla, al levantamiento,  a la sublevación contra las tropas napoleónicas. Se podrá interpretar, pero esto fue lo que ocurrió...

La cuestión religiosa fue utilizada en la Guerra de Independencia para incitar el levantamiento contra los franceses. “La guerra se sacraliza, se teologiza y adquiere un carácter de cruzada”, como afirmó el historiador Leandro Higueruela. Pero la fuerza de la religión, aquello que se dio en llamar la “ciudadanía católica”, cobró especialmente importancia durante las Cortes de Cádiz y los debates encaminados a promulgar la que sería denominada “Constitución de 1812”, nacida el 19 de marzo, día de San José, y por ello bautizada como “La Pepa”.
El texto doceañista no es tan sólo el primer articulado propiamente constitucional y asentado en la soberanía popular en la historia de España; aunque hija del liberalismo, también es una norma forjada con una decisiva presencia de la Iglesia Católica. Lo es desde sus inicios. Desde que el Obispo electo de Cádiz, Acisclo de Vera y Delgado, presidente de la Junta Central, convocara las Cortes el 24 de septiembre de 1810 en la Isla de León “para restablecer y mejorar la Constitución fundamental de la Monarquía”.
Un equipo de historiadores, dirigido por el profesor de la Universidad San Pablo-CEU Francisco G. Conde Mora lleva años investigando en el Archivo Secreto Vaticano la amplia documentación sobre las Cortes gaditanas. En las próximas semanas, publicarán sus primeras conclusiones. De momento, Conde Mora avanza: “Tanto en San Fernando como en Cádiz, la Iglesia estuvo muy presente en la obra constitucional desarrollada en nuestras tierras, y, por qué no decirlo, en nuestros templos”.

Diego Muñoz Torrero, líder liberal
En este sentido, en 2009, ante el bicentenario de la apertura de las Cortes en San Fernando –actual Isla de León, a diez kilómetros de Cádiz–, monseñor Antonio Ceballos Atienza, recientemente sustituido por Rafael Zornoza Boy en agosto de 2011 al frente del Obispado de Cádiz-Ceuta, afirmó en una carta pastoral titulada Recordar y celebrar que “no puede olvidarse, ciertamente, que algunos eclesiásticos influyentes se alinearon con el grupo llamado reaccionario, defensores del absolutismo real y que se opusieron con fuerza a algunas de las decisiones de las Cortes, como la libertad de imprenta o la supresión de la Inquisición, pero, en verdad, lo más florido del Clero ilustrado de la época, apoyó positivamente el trabajo constitucional y fue verdadero protagonista de este momento señero de nuestra historia moderna”.
No habría más que recordar a algunos clérigos y liberales ilustres como Diego Muñoz Torrero –rector de la Universidad de Salamanca–, el cardenal Luis de Borbón, José Mejía Lequerica, José Nicasio Gallego –adalides de la libertad de imprenta– o Antonio Jesús Ruiz de Padrón, sacerdote canario que se erigió en el ejemplo del catolicismo liberal con su demoledor discurso contra la Inquisición.
Cuestión de número
No era sólo una cuestión de ideología, también de número. Melchor Fernández Almagro hizo recuento. En primer lugar, entre los 308 diputados presentes en las Cortes gaditanas, procedentes de la península y los virreinatos americanos, figuran los eclesiásticos, con 97 diputados; detrás van 60 abogados y 55 funcionarios públicos, les siguen 37 militares y 16 catedráticos, y los 43 puestos restantes se los reparten entre propietarios, comerciantes, médicos y títulos del Reino, que tan sólo eran tres.
“Ante estas cifras que representan un 30 por 100 de la totalidad de los diputados –sostiene Ramón Solís en El Cádiz de las Cortes, aún hoy indespensable pese a ser publicado en 1958–, no puede decirse, como tantas veces se ha afirmado, que el Congreso gaditano sea anticlerical y enemigo de la Iglesia; tanto menos cuando que en la mayoría de las ocasiones surge del mismo Clero el afán renovador en materia religiosa”.

Pergamino con el texto constitucional
Por eso, monseñor Ceballo sostuvo en su día: Sólo desde una lectura sesgada de la historia puede ignorarse la presencia y la influencia que tuvo la Iglesia de aquella época en tan importantes acontecimientos”, según una de sus últimas cartas pastorales, precisamente en la que defendía la presencia de la Iglesia Católica en los actos del Bicentenario de la Constitución de 1812. Así será.
En el magma de la amplísima programación de actos culturales e institucionales aprobado por el Consorción para la Conmemoración de La Pepa figura la exposición “La Iglesia en 1812”, que abrirá en abril en la Torre de la Catedral Vieja, además de la celebración XXIII Simposio de Historia de la Iglesia en España y América.
El debate eclesiástico
Las Cortes se ocuparon ampliamente de los temas eclesiásticos porque “existía un generalizado deseo de subsanar las deficiencias –como señala Emilio La Parra–, inclinándose unos por la acentuación de las formas tradicionales, optando otros, los más numerosas, por la reforma”.
Lo había entre el propio clero y porque lo exigía un sentimiento general del país. Según Claude Morange, “más significativas eran para las masas la cuestión del diezmo o la del poder económico de la Iglesia que la posibilidad de practicar otra religión que la católica, cuestión por así decirlo intempestiva”.


Eso explica, a diferencias de otras constituciones contemporáneas, por qué Cádiz no decretó la libertad de culto: no era una preocupación, como lo era, por ejemplo, la reforma de las órdenes religiosas o, sobre todo, la Inquisición. Y frente a ello, las diferencias eran más de método –de si era necesaria la aprobación de Roma o no– que de objeto, aunque esto no quiere decir que el padre Muñoz Torrero, una especie de Abate Sieyès del liberalismo hispano, compartiera políticas con el oratoriano Simón López García, representante de ideales conservadores que adelantaron lo que más tarde sería el carísimo.
En cierto sentido, los bancos del Oratorio de San Felipe Neri, sede de las Cortes y de la proclamación de la Constitución de Cádiz, escenificaron una especie de Concilio Nacional, sin llegar a serlo, claro está.
Un patrimonio al servicio de las Cortes
La presencia de la Iglesia Católica en el texto constitucional gaditano no es sólo tangible en diputados. Lo es también en otros dos elementos sustanciales. Primero, en el propio articulado. Más allá del artículo 12 y el mantenimiento de la prohibición de cualquier otra confesión, se encuentran referencias vinculadas a “misas del espíritu santo” antes de proceder a la elección de diputados (art. 47, 71 y 86), juramentos de cargos sobre los “santos evangelios” (art.117), sobre la fidelidad constitucional de los “cargos eclesiásticos” (art. 374) o sobre la enseñanza del catecismo en la “escuelas de primeras letras” (art. 336).

Juan Nicasio Gallego, con un papel fundamental en la libertad de Imprenta
Segundo, en una cuestión práctica que en palabras de monseñor Ceballos supuso “la aportación de lo que la Iglesia tenía” en aquel Cádiz sitiado por el ejército francés. Es decir, “los canónigos pusieron en venta algunas piezas del patrimonio catedralicio para ayudar a los gastos de la Nación y puso a disposición de las Cortes sus Templos más apropiados para las Sesiones de Cortes”.
No ya sólo el Oratorio de San Felipe Neri –recién inaugurado tras una larga rehabilitación, que mantiene su uso eclesiástico, a la vez que es símbolo constitucional–, sino otras iglesias como la del Carmen, que acogió el Te Deum de acción de gracias al que asistieron los diputados y las autoridades tras la proclamación constitucional, que se volverá a interpretar doscientos años después con la misma partitura de Nicolás Zabala, conservada en los Archivos Catedralicios.
La Constitución de 1812 fue un texto utópico –además de excesivamente reglamentista, prólijo, inviable– que, tan pronto como los liberales tienen la oportunidad de gobernar a su amparo, mostró su inutilidad como fórmula de gobierno. Útil como mito, como símbolo de la libertad, de una revolución que consistía –como explicó Agustín de Argüelles– “no en muertes, atrocidades y crímenes”, sino “en la alteración inevitable que deben tener nuestras instituciones, consecuencia necesaria de la que va corriendo por toda la Europa, anunciada por las luces”. Aunque a los liberales, a Muñoz Torrero y a tantos otros, les costaría más tarde el exilio y la represión.

La novela de la semana | José Saramago: Claraboya


Sesenta años después de que un joven José Saramago (Azinhaga, 1922-Tías, Lanzarote, 2010) escribiera Claraboya, su segunda novela después de Tierra de pecado (1947) aparece por decisión de su viuda, la periodista –suya es, como siempre, la traducción– Pilar del Río.

Más allá de la épica entorno a la novela –entregada por un amigo a una editorial de Lisboa, rechazada por su atrevimiento en plena dictadura de Salazar, perdida, decepción que le llevó a no escribir durante veinte años y recuperada décadas después–, su publicación póstuma supone, básicamente, adentrarse en el origen del gran narrador en el que Saramago se convertiría después.

Es interesante como este Saramago originario suma ya muchas de las habilidades narrativas –evidentemente, también una irregularidad achacable a sus poco más de veinte años– que casi treinta años después le darían renombre.

En él ya habita, además, ese Saramago perplejo ante el destino del hombre –y la mujer, sobre todo ellas: Justina, Rosalía, Mariana– adentrándose por la “claraboya” de un edificio en el que conviven seis familias, un microcosmos de lo que, en plena dictadura, sucede afuera.


José Saramago: Claraboya (Alfaguara), Madrid, febrero de 2012, 415 páginas, 18,50 € en papel (tapa blanda) y 9,99 € en eBook. 


En Vida Nueva, nº 2.792

martes, 13 de marzo de 2012

Jesús Sánchez Adalid: “La literatura nos puede ayudar a conocernos mejor”


El sacerdote y escritor publica su décima novela, “Alcazaba”, narración de la gran revuelta en Mérida contra Abderramán II y testimonio de la vida de los cristianos en el Al-Andalus del siglo IX, con la que obtuvo el XI Premio de Novela Histórica Alfonso X el Sabio
El párroco de Alange y el novelista best-seller más unido que nunca. No es que Jesús Sánchez Adalid (Don Benito, Badajoz, 1962) se haya distanciado alguna vez de su vocación sacerdotal, no; es que de su decena de novelas ya publicadas, en ésta –Alcazaba (MR Editores), IX Premio de Novela Histórica Alfonso X el Sabio, que acaba de salir a la venta– más que en ninguna está presente Alange.
No sólo como famoso castillo y fuente termal, sino porque Sánchez Adalid se introduce magistralmente en el siglo IX para mostrarnos la vida de los cristianos bajo la dominación árabe en Mérida. Es una novela que remite a quienes somos, como uno de sus personajes, el Abad del monasterio de Cauliana, afirma: “¡Conservemos la memoria de lo que fuimos! Eso es lo que debemos hacer más que nada. Si perdemos nuestra identidad, acabaremos extraviados y a merced de Satanás. ¡Despertemos de una vez!”.
La novela relata, a partir del testimonio del ser cristiano bajo el yugo árabe, una de las mayores revueltas contra Abderramán II, del 828 al 835, y en la que beréberes, judíos y los propios cristianos se unieron para derrocar al valí impuesto por el emir de Córdoba. Y que provocó la construcción de la Alcazaba, gran símbolo emeritense del poder árabe.

La primera pregunta es, por tanto, obligada: ¿Qué significa este premio para usted? Otro más, pero, a la vez, supongo que no es uno más… lo digo por ese reconocimiento “histórico”.
El oficio de escritor llega un momento en que es también "carrera". Digamos que los premios son como exámenes... Los certámenes literarios suponen un riesgo necesario que debe afrontarse, para no estancarse. Es someter la obra al dictamen de un jurado especializado. Este galardón me anima y me ayudará en lo sucesivo.

Y también por una novela como “Alcazaba”, que, en primer lugar, transmite cercanía. Quiero decir, que está escrita desde, es lo que parece, desde una profunda identificación con el escenario. No en vano es su territorio vital y eclesiástico: Alange, Mérida, Extremadura…
Mérida fue una diócesis y una ciudad importantísima en época romana, tardorromana y visigoda. Durante la dominación musulmana conservó su sede y su sociedad cristiana. Es un periodo histórico sumamente interesantes, en efecto, por cercanía física y afectiva, conozco muy bien el paisaje natural, arqueológico y urbano. Consideré que debía contar una historia emocionante en tan singulares escenarios.



Habría mucho que preguntar sobre la novela. Pero lo primero es, y su título lo deja claro, narrar la revuelta que dio origen a la Alcazaba de Mérida… Y quiero preguntarle: ¿Por qué ha elegido este periodo histórico que va del 828 al 835?
Aquella revuelta de los cristianos, unidos a los muladíes y bereberes frente al poder abusivo del emir árabe, resulta sorprendente y curiosamente desconocida. Refleja que el ser humano puede aliarse para defender sus derechos y luchar aún en las más adversas circunstancias. Salvando las distancias, la situación de aquellas minorías étnicas y religiosas se parece mucho a lo que hoy viven los cristianos armenios o los coptos. El fenómeno mozárabe en la península Ibérica es de un interés enorme. Los cristianos de Mérida llegaron a escribir al emperador franco Ludovico el Pío para pedirle ayuda frente al abuso musulmán. Y lo más curioso es que éste contestó y prometió la ayuda. Se conserva la carta, entre las de la Cancillería imperial de Eginardo. ¿Por qué es tan desconocido algo tan interesante?


Hemos usado la palabra revuelta. Y la pregunta es: ¿Se podría equiparar a la “primavera árabe” reciente o a la ola de indignación? También lo podrá preguntar de otro modo: ¿Mira alrededor cuando escribe del pasado?
Con respecto a esta pregunta, tan frecuente, suelo responder recordando el Eclesiastés: "Nada hay nuevo bajo el sol"... La historia no se repite; pero los seres humanos a veces respondemos de manera semejante ante estímulos semejantes... Es ley de vida. En efecto, aquello se parece mucho a la "primavera árabe". Hay tiranos, leyes injustas, anhelos de libertad, revueltas, muertes, venganzas, tribalismos... Cuando escribí la novela todavía no se había producido el fenómeno que hemos observado en el Islam estos últimos meses. Después me sorprendí mucho al ver el parecido con mi historia... Misterios de este oficio.

Evidentemente hay esa lectura contemporánea, pero quizás prefiero destacar que en la novela lo que, sobre todo, queda es el retrato de cómo, en aquella época de revueltas tan desconocidas, vivían y luchaban por sobrevivir la comunidad católica, los dimmíes cristianos…
Era una cultura muy rica. Hubo obispos, como  Álvaro de Córdoba, que lideraron un verdadero esfuerzo colectivo por sacar adelante y conservar el valor de lo cristiano, frente a las mayores persecuciones... Había monasterios, cenobios, escuelas católicas y scriptoriums donde se copiaban, enseñaban y comentaban las grandes obras de la patrística. ¡Era una maravilla! Toda una herencia que no se podía perder... Le debemos mucho a aquellos antecesores nuestros que vivieron sometidos y con verdadera heroicidad su fe y sus tradiciones.


Presentación de la novela en Madrid
En un momento dado cita a un personaje, el abad del monasterio de Cauliana, que declara a los suyos: “Nuestro pueblo debe instruirse, los cristianos de Mérida deben saber cómo era el pasado de esta ciudad y la grandeza de aquella cristiandad reinante. ¡No han de perderse esos recuerdos!”. Esto es para mí el núcleo, el sentido de la novela. ¿Lo es?
Ciertamente. Se trata de dar a conocer algo que suele pasar desapercibido. Después de la conquista de la Península por los musulmanes no desapareció lo cristiano. No se debe simplificar y es necesario evitar los tópicos. La cultura árabe hizo grandes aportaciones, pero ya había aquí todo un mundo con un valor inmenso. El recuerdo, por ejemplo, de Isidoro de Sevilla estaba muy vivo y presente. El Derecho estaba muy avanzado y florecía la simiente de mucho de lo que hoy somos. De hecho, aquella cultura tardorromana y visigoda dio origen a los fueros, al antiguo y buen Derecho, a las Cortes y a muchas leyes que ya estaban en el antiguo Liber iudiciorum. Los mozárabes fueron cultos y civilizados; posiblemente, mucho más que gran parte de la cristiandad europea. Todo eso se conservó, con esfuerzo, pero se conservó...

Pero vinculado a todo esto. Es indudable que la novela, sobre todo las históricas como ésta, es una extraordinaria herramienta para saber quiénes somos… ¿pero también para ver hacia dónde vamos hoy?
Sin duda. La literatura nos puede ayudar a conocernos mejor.

Sus ya numerosos títulos, sus miles de lectores, ¿pesan cada vez más o con cada novela el escritor que es usted se reinventa, comienza de cero?
Procuro crecer, perfeccionarme, ofrecer cada vez mejores resultados a mis lectores. Por eso me presenté al Premio Alfonso X el Sabio.

Y en el diálogo sacerdote-escritor, ¿alguna vez se rebela uno con el otro?
Hay armonía, gracias a Dios...

En el nº 2.791 de Vida NuevaEntrevista con Jesús Sánchez Adalid, aquí se ofrece una versión íntegra 

La novela de la semana | Fernando Aramburu: Años lentos


Al señor Aramburu –cómo él mismo denomina a su alter ego en esta novela entre autobiográfica y ficcional– hace tiempo que lo leo, lo sigo y lo celebro. Es, ya lo he dicho alguna vez, uno de los grandes nombres de la literatura española contemporánea.

Afincando en Alemania, Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) ha sabido crear a la manera de Eduardo Mendoza, quizás su referente más cercano, una obra dual, entre el rigor léxico, estructural y temático de Los ojos vacíos (2000) a la comedieta ágil y popular de El trompetista del Utopía (2003). 

Sin embargo, con los cuentos de Los peces de la amargura (2006), Aramburu encontró un terreno en el que tenía mucho que decir: precisamente un escenario que había evadido hasta entonces, el País Vasco con todos sus sabores y todas sus aristas, incluido el conflicto terrorista, visto desde lo cotidiano.

Todo esto para llegar a Años lentos, sí, su última novela, que como ninguna compendia estas tres tendencias. Es decir, Aramburu en estado puro, con la memoria colectiva del País Vasco de fondo. Aunque a algunos no les guste.


Fernando Aramburu: Años lentos (Tusquets), Febrero de 2012, 224 páginas. 17 € (VII Premio Tusquets Editores de Novela)


En el nº 2.791 de Vida Nueva.

martes, 6 de marzo de 2012

Vindicación de una utopía llamada Cádiz

La proclamación de la Constitución de 1812, según Salvador Viniegra (Museo de las Cortes de Cádiz)

Ahora que estamos en el umbral del Bicentenario, recupero un texto y una pregunta: ¿Hubiera sido posible una Constitución como la de 1812 sin Cádiz? ¿Hubiera sido la misma si las Cortes se hubieran celebrado, un poner, en Valencia? ¿O en Valladolid? Y no, no me digan, que aquel texto ni era democrático ni liberal... era, en una España desgajada por los jirones de la guerra, lo mejor hacia donde se podía ir. Que se lo pregunten (ojalá pudiéramos hacerlo) a todos aquellos diputados a lasque le hemos dado el calificativo de liberal y que, poco después, padecieron, algunos la muerte, otros –casi todos– el destierro. Desde el "divino" Arguelles al padre Muñoz Torrero... O, todos aquellos, que cayeron bajo el grito libertario de "Viva la Pepa"... Aunque en eso, si se tercia, entraremos otro día, antes o después, del 19 de marzo. 

Las Cortes aquí, las Cortes allá. ¿Y de Cádiz qué? Sin Cádiz ni habría Pepa ni guirigay, sin Cádiz la Constitución de 1812 habría sido poco más de una quimera de señoritos jugando a la libertad. De la revuelta contra el francés y la cobardía absolutista del rey felón, seguramente, habría surgido otra constitución predemocrática, pero no habría sido la que fue. Sin Cádiz ni se le parecería. Ahí al fondo, tan poca cosa y casi escondida desde que el fenicio se encaprichó con ella hace tres mil años, Cádiz tiñó la carta magna: le dio su coña marinera, sus sueños de progreso y hasta su vocabulario. 

A liberal, nadie ganó a Cádiz, entre otras evidencias, porque ella vino a parir la palabrita, que hasta entonces era más modesta y sinónimo de «generoso» o «espléndido ». Y de ahí creció hasta que su nueva acepción, «modernidad», comenzó a cavar en las dichosas Cortes la tumba del «Antiguo Régimen». Lo dijo Marichal: «Cádiz dio nacimiento semántico al liberalismo». Porque Cádiz, aún hoy, llama a las cosas por su nombre cuando nadie sabe bautizarlas y se inventa otros cuando ya tienen. No hubo batallones ni regimientos: en el Cádiz asediado por las tropas napoleónicas el ejército español era «lechuginos» , «guacamayos», «perejiles»... según el color del uniforme.

De 1810 a 1814, Cádiz, que ni aún era tacita de plata ni salada claridad, se reinventó a sí misma para reinventar España. Fueron apenas cinco años en los que el sur del sur, por una vez, ocupó el ombligo del poder de decisión justo cuando el comercio de Indias se iba a pique y con él la prosperidad de una ciudad que cerraba los ojos para no verlo. Pero, ahí, mira por dónde, la urbe que un día fue próspera y por entonces apuntaba a moribunda renace hasta el punto de coger a un país por el cuello y salvarle de perecer ahogado bajo las largas manos de Napoleón. 

El conde de Maule –una especie de pepito grillo del liberalismo– definió a Cádiz como «el Alejandría moderno» mentando así su prosperidad fundada sobre el privilegio del monopolio entre 1717 y 1778 para traficar con el chocolate del loro que fue el comercio de Indias. Pero en 1810 el loro ya estaba más que desplumado y la ciudad vivía de las escasas rentas de su puerto. La derrota de Trafalgar puso en inglés, por supuesto, el «The end» a la película. La agonía dura todavía. Algo quedó, no obstante: el principio de Pericles, ese que decía «el mar es libertad, trae nuevas ideas y hace a los hombres superiores». 

Aquel Cádiz de las Cortes fue una ciudad que se soñó a sí misma como sociedad ideal y utópica, lo hizo con graciosa majestad y, faltaría más, recreándose en el intento. Eso es lo que importa. Aunque, años después, el felón innombrable se lo hiciera pagar con sangre. Pero ese es ya otro cuento.


Desde la ermita (Fundación Vipren), pág. 15-16

lunes, 5 de marzo de 2012

Tàpies, el místico materialista



El último testimonio de la vanguardia de posguerra, fallecido en Barcelona a los 88 años, buscó siempre en su pintura la trascendencia, la transformación, el misterio simbolizado en una cruz que pintó y repintó constantemente.
Hay quien ha querido reducir a Antoni Tàpies (Barcelona, 1923-2012) a una simple “amarga visión de la existencia”, a una “abstracta expresión trágica” que une vanguardia y tradición, al testimonio de un artista que nos abruma con esa extrema cohabitación de materiales –ropas, telas, tejidos, cartones, periódicos, maderas, tierras, yeso, mármol pulverizado, gruesas capas de pintura– presentes en sus obras. Es mucho más: es trascendencia, es silencio, es naturaleza, es espiritualidad, es mística.
“En mí existe una especie de gusto o sentimiento por lo trascendente”, admitía el pintor que desarrolló una de las trayectorias creativas más ricas e influyentes del arte del siglo XX. Así es.
Tàpies elevó la pintura matérica, el informalismo, a su apoteosis; fue un autodidacta que cultivó la pintura, la escultura, el dibujo, el grabado, la cerámica, los tapices o la reproducción fotomecánica. Siempre en constante renovación, condenado a no repetirse.
El famoso calcetín que colocó en la azote de su fundación
En su obra, en ese muro estaba presente más de lo que intuimos, la religión, o, al menos, el sentimiento religioso expresado de un modo más o menos confesional. “La espiritualidad en el sentido de que la obra de arte puede provocar una transformación en la conciencia del espectador”, como dijo.
De ahí que su obra no haya sido nunca complaciente, porque siempre añadía un nuevo punto de vista, un renovado modo de componer y mirar el mundo, para que el observador contemple y reaccione, mire y actúe, observe y sienta. Transformación que también es evidente en el lienzo, donde los materiales se cosen, pegan, sujetan contra toda convención, contra todo uso. Transformación que experimenta en sí misma esa materia que, colgada del cuadro, se degrada, cambia de aspecto, renace. Transformación que simboliza una cruz que pintó una y otra vez.
Transformar la realidad
El objeto artístico de Tàpies –desde sus inicios a finales de los años 40, enrolado en el grupo surrealista de Dau al Set con Modest Cuixart y Joan Brossa, hasta el nacimiento de su pintura matérica en los años 50– siempre fue único: la posibilidad de transformar la realidad.
Inevitable en un Tàpies de origen progresista ya en años de dictadura, pero ese impulso lo mantuvo siempre, aún en democracia, incómodo ante una sociedad que nunca veía más allá del bosque. De ahí que incorporara elementos de la realidad/actualidad a sus obras. Propuesta materializada a lo largo de 60 años en una estética sobria, despojada de todo artificio retórico, reflexiva, meditativa y eficaz en la transmisión de ideas y emociones: que a veces eran de desolación ante la contemplación del mundo, otras de celebración y  alegría. [...]




En el nº 2.789 de Vida Nueva. Extracto, texto íntegro para suscriptores


Entrevista | Alejandro Martín Navarro: “La poesía es una liturgia y una forma de piedad”.


Alejandro Martín Navarro (Sevilla, 1978) es Doctor en Filosofía, poeta, crítico literario y traductor. Ha ganado los premios Luis Cernuda por Vasos de barro (Ayuntamiento de Sevilla) y Miguel Hernández por Aquel lugar (Hiperión). Ha traducido las Canciones espirituales de Novalis y publicado La nostalgia del pensar, una introducción al pensamiento del poeta alemán. Actualmente es profesor de Filosofía, y trabaja en la traducción de las obras inéditas de Nietzsche al castellano.

P: Escribir poesía religiosa hoy… es navegar contracorriente, pero, personalmente, ¿de dónde nace ésta?
R: Antes de nada, habría que explicitar qué se entiende por “poesía religiosa”. Si hablamos de una poesía con contenido religioso, llena de referencias a los dogmas de una fe positiva, apenas se podría hablar de poesía religiosa en mi caso. Pero si no nos referimos a eso, el adjetivo podría aplicarse a un tipo de poesía que sumerge el lenguaje, por así decir, en el otro lado de las cosas. Si es así, mi acercamiento a la poesía religiosa coincide con mi acercamiento a la poesía en general. Escribir poesía es decir el mundo y a la vez su reverso, como fotografiar una huella es, de hecho, fotografiar (negativamente) aquello de lo que es huella.
P: En tu caso, ¿una búsqueda de Dios? ¿una exaltación de Dios?
R: Hay un fenómeno paradójico en lo religioso que siempre me ha llamado la atención: el hecho de que la religión es, a la vez, un hecho celebrativo y un hecho luctuoso. Dar las gracias por la cosecha, por la fertilidad, por la vida, y al mismo tiempo, llorar la pérdida, la muerte, y en general todas las consecuencias de nuestra condición finita. Adoración y expectación van juntas.
P: ¿Eso es tu poesía: adoración y expectación?
R: Sí, en mi poesía busco ambas cosas: un acto de gratitud ante el devenir de las cosas, ante el hecho sorprendente de que la realidad está ahí, rebosante de sí misma; y un acto de dolor, vagamente esperanzado en mi caso, ante la experiencia de la pérdida y del vacío. En ambos casos –y eso es la poesía mística– la búsqueda de Dios también es, por decirlo con Nietzsche, permanecer fiel al sentido de la tierra. Para mí la poesía es una liturgia y una forma de piedad”.
P: ¿A qué otros poetas citarías dentro de este anhelo poético y de fe…?
R: Tal y como yo lo entiendo, no hay necesariamente poesía religiosa allí donde ésta se reduce a enunciar temas considerados “religiosos”. Mucho menos cuando esos temas son “morales”. La reducción de la poesía a un mero vehículo de ideas ha resultado, en general, nefasta para la propia poesía. Así, encuentro una intensa poesía religiosa en los poemas de Claudio Rodríguez, con toda su desolada manera de estar en lo mundano, y no la encuentro siempre en poetas considerados, sin más matización, “católicos”.
P: Cuáles son, en general, sus referentes poéticos… y cuáles, si se pueden conocer, los religiosos…
R: No sabría hacer una lista, porque mi mala memoria me haría prescindir de nombres fundamentales y seguramente sería injusto, pero no puedo dejar de mencionar, entre los poetas vivos, el nombre de José Julio Cabanillas. En mi evolución como poeta han influido muchos y muy distintos poetas del panorama actual. En el ámbito religioso, si es que puedo acotarlo sin más dificultad, mencionaría a Nietzsche (ese teólogo que el cristianismo tanto ha necesitado), a Von Balthasar, a Bonhoeffer, a Rahner...
P: Se ha hablado mucho del grupo Númenor y este punto en común de indagación en la poesía religiosa. ¿Qué queda de ello?
R: El tiempo lo dirá. Númenor ha sido, en todo caso, un hecho excepcional, no digo desde el punto de vista de la historia de la literatura, sino desde la sorpresa que produce encontrarse con una fortísima unidad formal y temática en un grupo de personas de orígenes, formación, intereses y caracteres muy diverso, contra lo que normalmente se piensa.
P: Y una reflexión poética final...
R: Le cedo la palabra a Novalis: “Poeta y sacerdote fueron al principio una misma cosa”. La poesía siempre ha sido hablar de aquello de lo que en verdad no se puede hablar.

Con la bandera del grupo poetíco Númenor
Un puñado de poetas con residencia entre Sevilla y El Puerto de Santa María (Cádiz) ligados a la revista Númenor y bajo el patrocinio del profesor Fidel Villegas han destacado sobremanera en la última década por su gran calidad, entonando una poesía devota y, a la vez, renovadora, como Enrique García-Maíquez (1969), Jesús Beades (Sevilla, 1978), Jaime García-Maíquez (Murcia, 1973), Rocío Arana (Sevilla, 1977), Joaquín Moreno Pedrosa (Sevilla, 1978), Pablo Moreno Prieto (Sevilla, 1977) y Francisco Gallardo Gil (Sevilla, 1976). Todos han publicado ya por su cuenta, y extendido el prestigio y la calidad del grupo Númenor. La amplitud electiva y temática de Númenor la refleja Alejandro Martín Navarro con versos como los que le dedica en “Impresión de la catedral de Colonia”: La fe se pierde como se olvida un nombre./ Pero te encuentro aquí, prodigio/ oscuro de la piedra,/ silencio y música que dice y calla,/ ejército radiante de espadas como sombras./ Te alzaste ante nosotros/ cuando los hombres de una antigua estirpe/ erigieron la ofrenda milenaria del arte… 

En la revista MAS nº 671.

La novela de la semana | Max Gallo: Los cristianos


Max Gallo (Niza, 1932) presume de que, en vez de novela histórica, escribe “novela-Historia”. Es su modo de llamar la atención sobre una literatura que surge de su intención de narrar la historia desde hipótesis rigurosamente científicas.
Lo hizo con Napoleón y, especialmente, con los cincos volúmenes dedicados a Los Romanos: Espartaco, la rebelión de los esclavos; Nerón, el reino del Anticristo; Tito, el martirio de los judíos; Marco Aurelio, el martirio de los cristianos y Constantino el Grande, el Imperio de Cristo. Ahora afronta su serie más ambiciosa: Los cristianos, en la que se centra en la biografía de tres pilares del cristianismo, tituladas consecutivamente “San Martín, la capa del soldado”, “Clodoveo, el bautismo del rey” y “Bernardo de Claraval, la cruzada del monje”.
Todo en un único volumen. Un evangelizador, el primer rey bárbaro converso y el fundador del Císter para recrear una época de caos y de nacimiento de la esperanza. Un testimonio de uno de los narradores más prolíficos y de éxito de la novela histórica europea.



Max Gallo: Los cristianos (Alianza Editorial), Madrid, Noviembre de 2011, 608 páginas, 29,50 €

El Dios irrenunciable de María Zambrano

La pensadora española en los meses posteriores a su regreso a España
Las Obras completas de la gran pensadora del exilio ve la luz por fin. Su obra cumbre, El hombre y lo divino, protagoniza el primer volumen –de mil quinientas páginas– de los seis tomos que espera publicar Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores.
"No todo gustará en María. A muchos no les gustará oír que ella rezaba todos los días. Fue una mujer con un gran espiritualidad, y en la que se daba tragedia, mística y filosofía". La frase de Jesús Moreno, director del equipo que ha dado a la luz el primer volumen de las Obras completas (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores) de María Zambrano (Vélez, Málaga, 1904-Madrid, 1991) apunta los tres vértices de su pensamiento; pero, también, exhibe en esa “desilusión” de algunos ante el rezo diario al Espíritu Santo la gran fatalidad del siglo XX que amenaza al XXI.

Ese “no les gustará oír” o “a algunos se les abrirán las carnes” que preconiza Moreno anuncia en sí mismo una sorpresa que refleja la permanencia de la banalización ideológica de un problema que no es tal: el equilibrio entre pensamiento político –particularmente, de izquierdas– y fe en Dios.

De esa “confusión ideológica” entorno al exilio y lo español, sobre todo, ya nos advirtió hace años Aquilino Duque, aunque en María Zambrano esa “confusión” sigue vigente en la dualidad mujer de izquierda y exiliada frente a presencia de Dios; como si rezar y pensar, si creer y reflexionar sobre lo político, si fe y exilio fueran incompatibles.
“María Zambrano era una republicana cristiana y en tal combinación no hay más que la asunción de su propia vida. El cristianismo y sus ritos, su teología, su cosmovisión están en su obra; es lectora de libros sagrados y en ella hay una lucha, al modo unamuniano, pero sin el desgarro de éste, su ‘agonía’ más que del cristianismo es del racionalismo”, según la define la profesora Estela Montes.  


Portada del volumen
Es más. La propia raíz del pensamiento de Zambrano alrededor, por ejemplo, de Persona y Democracia –su último libro político y una obra aún propicia para releerla en estos tiempos– está arraigada en su fe en Dios. “Es en esa obra donde ella indica que palabras como pueblo, persona, democracia, han perdido su sentido por el desgaste y el mal uso que se les ha dado –añade Montes– y, por ello, es preciso que su significado auténtico se haga presente, que la sociedad deje sitio a la persona, que no es lo mismo que individuo”.

El hombre y lo divino

Esa noción de persona, como todo su pensamiento, gira alrededor de una obra, El hombre y lo divino, que a la vez, es el “imán irradiante”, en palabras de Jesús Moreno, en torno al que Zambrano nunca dejó de reflexionar porque estaba –está– en todo y todo lo mueve. Si hubiera que dar un nombre a toda su obra habría que llamarla así: El hombre y lo divino", insiste Moreno, quien ha organizado el vasto material escrito que la pensadora malagueña dejó tras su muerte en 1991 y, junto Sebastián Fenoy, María Luisa Maillard, Fernando Muñoz Vitoria y Virgina Trueba, ha editado y reordenado unas Obras completas que, no podía ser de otro modo, aparece con un primer volumen, el tomo III (Libros, 1955-1973) de los seis que tendrá la colección, y que inaugura precisamente El hombre y lo divino, la cima de su pensamiento filosófico, además de contener otros seis títulos fundamentales: Persona y democraciaLa España de GaldósEspaña, sueño y verdad, Los sueños y el tiempoEl sueño creador y La tumba de Antígona. [...]



En el nº 2.788 de Vida Nueva. Extracto, texto íntegro para suscriptores.