viernes, 24 de febrero de 2012

La novela de la semana | José Luis Rodríguez del Corral: Blues de Trafalgar


La novela de “retrato político” apenas ha tenido en la literatura contemporánea española autores sólidos, quizás porque tampoco lo ha demandado el lector, porque en la prensa se agotan los argumentos o porque, simplemente, suele pensarse en ella como aburrida. Rafael Chirbes quizás sea el mejor ejemplo de que no tiene que ser así. No lo es. Son, por lo demás, novelas complejas que, para no ser parecer falsa, se necesita casi siempre haberlas vivido por dentro o, cuanto menos, una sólida investigación periodística. Más aún si lo narrado tiene como escenario la España reciente.

Y ahí es donde pone el foco José Luis Rodríguez del Corral (Morón de la Frontera, Sevilla, 1959) en Blues de Trafalgar (Premio de Novela Café Gijón 2011), novela que narra un profundo secreto de cuatro amigos protagonistas en la sociedad andaluza entre 1992 y la primera legislatura de Rodríguez Zapatero. Andrés, Fede, Julián e Irene, universitarios, que de vacaciones en Alcalá de los Gazules se encuentran un fardo de marihuana escondido en una cueva, se lo llevan y lo venden. Días después, muere un joven de localidad, presuntamente encargado de esconder la droga.

Más allá de tópicos al uso –algunas intrahistorias acerca de lo político y lo público o el tratamiento de la población de Barbate, incluida sus pedanías de Zahora y Zahara de los Atunes–, la novela de Rodríguez del Corral se resume en palabras del protagonista, Andrés: “Una historia de venganza que no se consuma, de justicia comprada por el dinero, de oportunidades que el mundo sólo ofrece si te desgarras el alma, de víctimas que no son buenas por ser víctimas, que cuenta una redención que no sirve para nada. El relato de un chantaje en el que nadie lleva su auténtico nombre pero sí su auténtico rostro”.

Todo lo dicho, podría resumirse en que la novela circunda lo moral como un espejismo de la última mitad del siglo XX. Lo moral ausente de todo: la política, las relaciones personales, la vida cotidiana. Y, frente a ello, ante un contumaz deseo de enriquecimiento por encima de todos y todo, Rodríguez del Corral sondea también la fidelidad, esa entidad que –más que el miedo– conduce al silencio, a la complicidad, a mirar para otro lado, ejercicio físico y moral (de nuevo) de moda en las últimas décadas.

¿Qué habríamos hecho nosotros?
Andrés, escritor en ciernes, más por miedo que por responsabilidad, no está de acuerdo con la “incautación” de la mercancía, y quiere devolverla para salvarle la vida al joven, que había sido secuestrado. Los otros tres amigos se alían: aprovecharán su venta, valorada en casi un centenar de millones de pesetas. Andrés calla, toma el dinero y corre. Más tarde, los remordimientos harán que dé parte de su dinero a la hija adolescente de la víctima.

Cierto que la trama y los personajes –Fede, Julián, Irene– no están suficientemente desarrollados, y en ellos habitan muchas lagunas, especialmente los tres amigos que se benefician de su “inmoralidad”, de los que el lector no tiene elementos mínimos para enjuiciarlos como reiteradamente pide Andrés, el protagonista-narrador, lanzando el reto al lector: ¿qué habría hecho usted? Algunos elementos más hay de las víctimas, Ana, sobre la que también se desata, al final de la novela, otro “juicio moral”. Que también se alarga al periodismo. No digo más.

Podría salvarse al autor –de hecho, lo hago– estimando que el núcleo narrativo no es tanto un “juicio moral” a Fede, Julián e Irene –ni tan siquiera a Ana, esa hija de protagonismo tardío y sorprendente–, sino el proceso de “reprobación” personal que vive Andrés, es decir, el juicio a sí mismo, obsesivo sin duda, que le lleva a huir a Londres y distanciarse de sus amigos de juventud y de Sevilla, la ciudad de los cuatro, en la década de los 90. 

Para reflexionar, para incomodar
Años de transformación social, pero también de corrupción y enriquecimiento desenfrenado y amoral. Y, sobre todo, años de traición a los ideales. Una novela necesaria, sin duda. Pese a que adolece de un intento por justificarse, de darle al lector ya todo mascado, pensado. Las reflexiones del protagonista-narrador son lúcidas, sí, a veces es preferible (así lo prefiero yo) procurar ofrecérselas al lector sutilmente, que las intuya más que las lea.

Por ejemplo: “Cuando mira uno hacia atrás y ha vivido lo bastante, asombra lo elementales que son las reglas del juego de la vida y con qué ingenuidad lo jugamos sin embargo, otorgándole un misterio que sólo está en nuestra imaginación. El miedo y el dinero, eso lo explica todo”. Por supuesto, que la frase (y la novela en general) vale para reflexionar, para incomodar, para asumir errores y desafueros en un pasado reciente. Pero habría sido mejor que el lector llegara a ello por su cuenta.

De una manera u otra, no obstante, el mensaje está ahí, y la novela, con sus percances pero también con sus aciertos, frente a nosotros. Es la que es, y así nos vale para pensar en quiénes fuimos y cómo hemos llegado a esta iconoclasta realidad que vivimos. Y, aunque piense que no hace falta decirlo, sí, está bien escrita, bien trabajada, aunque irregular, sobre todo porque es extraordinario su comienzo... 


José Luis Rodríguez del Corral: Blues de Trafalgar (Siruela), colección Nuevos Tiempos, Madrid, enero de 2012, 170 páginas. Edición en rústica: 15,95 €. Edición electrónica: 9,99 €. (Premio de Novela Café Gijón 2011)

domingo, 12 de febrero de 2012

El eslabón perdido de la gran pintura religiosa española

El Descendimiento, de Domingo Valdivielso [Foto: Museo del Prado] 

El Museo del Prado recupera en “Historias Sagradas. Pinturas religiosas de artistas españoles en Roma (1852-1864)” obras de Eduardo Rosales, Luis de Madrazo, Alejo Vera y Domingo Valdivieso inspiradas por el descubrimiento de las catacumbas de los mártires cristianos.
Son pocos, sí, tan sólo cinco cuadros, pero reúnen por si solos la esencia de la gran pintura religiosa española del siglo XIX. Sometidos a una laboriosa restauración integral, las obras firmadas por Eduardo Rosales –dos de ellas–, Luis de Madrazo, Alejo Vera y Domingo Valdivieso alcanzaron, según el comisario José Luis Díez, jefe de Conservación de Pintura del siglo XIX del Museo del Prado, una “gran importancia no sólo en su tiempo, sino a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX”. Son obras cumbre del arte sacro español porque, como insiste Díez, “encaminaron el rumbo de este género desde el refinado purismo tardorromántico de raíz nazarena hacia el nuevo realismo pictórico”.
Eduardo Rosales: Tobías y el ángel
Sin embargo, habían ido quedándose ocultas en almacenes y talleres, descolgadas unas en los años 30, otras a finales de los 70. Incluso La estigmatización de santa Catalina de Siena (1862), de Rosales, nunca se había expuesto al público, olvidado en un depósito del Museo de Bellas Artes de La Coruña. “Al género se le consideraba poco español por estar hecho en Roma. Fue el más importante del siglo XIX y luego ha sido el más aplastado en el siguiente. Por eso estas obras, de extraordinaria calidad, han pasado desapercibidas”, resume Díez.
El rescate de estas “Historias sagradas” es significativo, en cuando explica la gran transformación de la pintura religiosa –y no sólo en España, sino europea– justo a la mitad del siglo XIX: “Los hallazgos arqueológicos de los enterramientos de los primeros mártires cristianos en las catacumbas fue lo que impulsó”, insiste Díez. Es lo que se dio en llamar la pintura de “arqueología sagrada”, punto en el que la pintura sacra pasó a ser tratada como “pintura histórica” y no únicamente devociones. 
Roma, etapa fundamental en la formación
A partir de 1852, año del descubrimiento del enterramiento original de santa Cecilia y de la cripta de los Papas en las catacumbas de la vía Appia, comenzó una autentica fiebre por representar esa “arqueología sagrada”, tanto que, como señala Díez, “deslumbró la sensibilidad” de gran parte de los artistas instalados en Roma, como era el caso de ese grupo de jóvenes pintores españoles que se reunían en el Antiguo Caffè Greco y que lideraba Eduardo Rosales (Madrid, 1836-1873), casi todos en “pensión extraordinaria” que, en la mayoría de los casos, debían de devolver al Estado español con la entrega de una obra.
Roma era entonces una etapa fundamental en toda formación pictórica, paso previo a la madurez artística. Allí estaba Rosales, que había llegado a Roma en 1957, y tras un primer deslumbramiento de la “corriente nazarena” de Friedrich Overbeck y los prerrafaelistas italianos, rápidamente se contagió de esa “nueva pintura” que representaba episodios “de justificación arqueológica”, especialmente las que narraban episodios protagonizados por los primeros cristianos.
Esa transformación es fácilmente visible en las dos obras seleccionadas por Díez y Javier Barón, jefe del Departamento de pintura del siglo XIX del Prado. Desde ese Tobías y el ángel (1858-1863), de estética muy cercana a los pintores nazarenos, en el que el arcángel Rafael protector abraza al joven Tobías una vez salvado del “gran pez que intentó devorarle el pie” (Libro de Tobías, 6, 1-3), a ese otro lienzo, Estigmatización de santa Catalina de Siena (1962), ya claramente influido por la “arqueología sagrada” en la que la protagonista es la santa doctora de la Iglesia, copia del friso pintado por Giovanni Antonio Bazzi, Il Sodoma, en la basílica de San Domenico de Siena. [...]



En el nº 2.787 de Vida Nueva íntegro para suscriptores.

Ante la "muerte sin exagerar" de Wislawa Szymborska


Tarde. Sí, pero había que hacerlo: homenajear a la poetisa polaca Wisława Szymborska (Poznan, 1923), premio Nobel en 1996, que se fue a la “muerte sin exagerar”[1] el 1 de febrero. Los periódicos han dado fe de ello, ninguna “primera plana”. No importa, porque no le gustaban; prefería examinar, ver, sentir, escribir la vida de primera mano en infinidad de poemas. La visión de una mujer sobresaliente que ascendió al altar de la gran poesía polaca contemporánea (piensése en Milosz, Zagajewski, Jan Twardowski, entre otros muchos) y a la que dio fama universal un Nobel que calificó de “catástrofe”.
Amante de su soledad, su sencillez y las calles de la ciudad que la vio crecer –Cracovia–, logró, como decía Care Santos, “mantener su estilo de vida a pesar de todo”. Lo sabemos por sus poemas irónicos, en donde siempre está ausente la solemnidad, cercanos, cotidianos. De ellos dijo acertadamente Elena Poniatowska: "Sus poemas nítidos, aforísticos, nada describen, ninguno se alarga demasiado. Su ironía es precisa, tajante a veces. Mas que contar grandes elegías, exalta juguetona, traviesa, las pequeñas y curiosas diferencias que nos determinan”.

Eso es: añadiría que sus versos son, y me disculpen por asumir ese lenguaje lírico que tanto le gusta a los poetas, “gracia y descubrimiento”. Es decir, la suya no era, ni mucho menos, una poesía religiosa, ni tan siquiera –aunque hay poemas que se le acercan mucho– mística, sin embargo en ella hay, no sé como escribirlo con exactitud, “revelación”, una aproximación al misterio desde la ironía.
Szymborska fue quien pronunció aquello de que “a los existencialistas no les gusta bromear”. En ella, eso sí con humor, la filosofía y la poesía son también vasos comunicantes, aunque ella se acercó a ello como cualquiera que experimenta ante la existencia y se hace preguntas. Que se declarara atea en un país católico no le impide adentrarse en los misterios del ser humano y escribir acerca de Dios y el hombre, como en su magnífico –y citado poema– sobre la mujer de Lot.
Pero nada infiere al destino con la intensidad, ahora que recordamos sus versos y su muerte, de ese epitafio que ella misma escribió para cuando la muerte le llegara. Lo hizo con 88 años, mientras dormía. Una noche en Cracovia en la que volvimos a leer lo que escribió para que se le recordara en su tumba:
Aquí yace, como la coma anticuada,
la autora de algunos versos. Descanso eterno
tuvo a bien darle la tierra, a pesar de que la muerta
con los grupos literarios no se hablaba.
Aunque tampoco en su tumba encontró nada
mejor que una lechuza, jacintos y este treno.
Transeúnte, quita a tu electrónico cerebro la cubierta
y piensa un poco en el destino de Wislaya.


Aquí y ahora, sin embargo, prefiero ese asombro manifiesto en poemas que nos acercaban la humanidad, la felicidad de vivir, el misterio de cada día. Poemas como, por ejemplo, “Posibilidades”, del poemario "Gente en el puente" (1986), traducción de Gerardo Beltrán, en Poesía no completa (FCE, 2002):
Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del Warta.

Prefiero Dickens a Dostoievski.

Prefiero que me guste la gente a amar a la humanidad.
Prefiero tener a la mano hilo y aguja.
Prefiero no afirmar que la razón es la culpable de todo.
Prefiero las excepciones.
Prefiero salir antes.
Prefiero hablar de otra cosa con los médicos.

Prefiero las viejas ilustraciones a rayas.
Prefiero lo ridículo de escribir poemas a lo ridículo de no escribirlos.

Prefiero en el amor los aniversarios no exactos que se celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas que no me prometen nada.
Prefiero la bondad astuta que la demasiado crédula.
Prefiero la tierra vestida de civil.
Prefiero los países conquistados a los conquistadores.
Prefiero tener reservas.
Prefiero el infierno del caos al infierno del orden.
Prefiero los cuentos de Grimm a las primeras planas del periódico.
Prefiero las hojas sin flores a la flor sin hojas.
Prefiero los perros con la cola sin cortar.
Prefiero los ojos claros porque los tengo oscuros.
Prefiero los cajones.
Prefiero muchas cosas que aquí no he mencionado a muchas otras tampoco mencionadas.

Prefiero el cero solo al que hace cola en una cifra.
Prefiero el tiempo insectil al estelar.

Prefiero tocar madera.

Prefiero no preguntar cuánto me queda y cuándo.

Prefiero tomar en cuenta incluso la posibilidad de que el ser tiene su razón.



[1] “De la muerte sin exagerar” es el título de la antología que publicó, justamente, en 1996, poco antes de recibir el Nobel.

lunes, 6 de febrero de 2012

Lugo muestra el esplendor del arte de la Eucaristía

La custodia en el interior de la catedral durante la muestra.
La exposición Hoc Hic Mysterium... El esplendor de la Presencia exhibe en la catedral de Lugo 25 piezas de lo mejor de su patrimonio artístico vinculado al privilegio de mostrar permanentemente el Santísimo Sacramento. Y en la que se ve de cerca, por primera vez en 160 años, su magnífica custodia de Sáenz de Buruaga.

La catedral de Lugo muestra hasta fin de febrero Hoc Hic Mysterium… El esplendor de la Presencia, una exposición de exquisito montaje y valiosa selección de piezas que resalta la identificación entre arte, fe y territorio. Y lo hace en torno al privilegio que la catedral de Lugo goza desde la Edad Media: la exhibición permanente del Santísimo Sacramento, bordado en el escudo de Lugo con cáliz y sagrada forma junto a la leyenda Hoc hic misterium fidei firmiter profitemur (He aquí el misterio de fe que firmemente profesamos). Sin duda, la exposición más llamativa que se ha organizado nunca con la propia catedral como protagonista. En la línea, sin necesidad de establecer comparaciones, de “Las Edades del hombre”.
Igual que las convocatorias castellano-leonesas, Hoc hic misterium ha impactado desde que se inauguró el 3 de diciembre, como demuestra la gran afluencia que está teniendo y la satisfacción una vez vista: “El visitante sale de la exposición realmente sorprendido, diría que maravillado por una serie de obras de primera índole que quizás no se esperaba en una catedral como la nuestra –afirma la historiadora Carolina Casal, comisaria de la muestra junto a César Carnero, responsable de Patrimonio de la diócesis lucense–. Lo que vemos es que estamos ante un redescubrimiento de la catedral, tanto por las obras de restauración como por la puesta en valor del Patrimonio que se está haciendo desde el Obispado”.
Una obra que justifica la exposición
Carnero explica cómo la muestra, propuesta por el obispo, Mons. Alfonso Carrasco Rouco, ante las obras de restauración emprendidas en la seo, “intenta ser una aproximación al ser mismo de nuestra Catedral, que, con el privilegio de la Exposición Perpetua en la capilla mayor, define a Lugo como ciudad y diócesis del Sacramento, llegando a configurar los propios símbolos del Cabildo, de la civitas y del propio Reino de Galicia”.
Por ello, con la Custodia de Sáenz de Buruaga como gran eje, la muestra exhibe una veintena de objetos litúrgicos de hasta cinco siglos. “Toda la vida cristiana gira alrededor de la Eucaristía, de ahí que todo lo que esté destinado a ‘confeccionar’ el Sacramento y a contener el Cuerpo de Cristo, busque la excelencia en los materiales y la maestría técnica aportada por los artistas en vasos sagrados, vestiduras, ostensorios…”, enumera Carnero.
Todo este arte sacro destinado a la mesa del altar y al banquete eucarístico (cálices, vinajeras, copones, atriles, misales, cruces, candeleros, acetres, navetas, bandejas, portaviáticos…) se muestra alrededor de la hermosa Custodia que identifica al Cabildo. “Esta obra por sí sola justifica esta exposición, aprovechando la circunstancia excepcional de su retirada para la restauración integral de la capilla mayor”, añade Carnero.
Es una ocasión única en la vida para poder observar una joya excepcional de cerca y con detalle, porque desde 1860 no se había retirado de su tabernáculo, a más de cuatro metros de altura. Y supongo que hasta dentro de otros ciento cincuenta años no habrá necesidad de volver a bajarla, aunque nosotros ya no estaremos”, afirma Casal. [...]
En el nº 2.786 de Vida Nueva íntegro para suscriptores.

La novela de la semana | Paul Auster: Diario de invierno

El autor norteamericano estará a finales de abril en España para promocionar su último libro.

La novela autobiográfica es todo un género en Paul Auster (Newark, Nueva Jersey, 1947), que ya había regalado a su legión de seguidores La invención de la soledad y A salto de mata; ahora, prosigue con Diario de invierno ese proceso que él mismo describe como “fenomenología de la respiración”, o sea, “indagar lo que ha sido vivir en el interior de este cuerpo desde el primer día que recuerdas estar vivo hasta hoy”.
Un “catálogo de datos sensoriales” que Auster rescata de su memoria en tercera persona, interrogándose como un personaje más de su mundo literario, con la vida y muerte de su madre en el eje de la narración. Pero como siempre ocurre con Auster anécdotas, vivencias, recuerdos –sus protestas contra Vietnam, su accidente de coche, su primera mujer, huracanes, cicatrices, encuentros, la vejez– se van amontonando con una asombrosa velocidad para, al final, acabar por abrumarnos. Pero en ese viaje camino hemos reencontrado de nuevo al gran narrador, al gran escritor de Brooklyn.

P. D. Uno que tiene la manía –o la obsesión, de leer al novelista norteamericano sin demora y sea lo que sea lo que publique– no sabe cómo festejar que, tras el regreso a la gran novela que fue Sunset Park, la resurrección de Auster. Lo digo porque si lamenté (públicamente, por supuesto, en éste y otros blogs y foros) su decadencia tras Viajes por el Scriptorium, Un hombre en la oscuridad e Invisible: tres ejemplos consecutivos de lo que nunca debe de atreverse a publicar un novelista consolidado por respeto a sus lectores); del mismo modo, hay que celebrar la vuelta de un escritor único y fantástico.


En el nº 2.786 de Vida Nueva



Paul Auster: Libro de invierno (Anagrama), Barcelona, Enero de 2012,  248 páginas. Trad. Benito Gómez Ibáñez, 18,90 € (en papel) y 14,90 € (e-book)